Lunes 2 de tiempo
ordinario
Año Impar
Hebreos 5,1-10
REFLEXIÓN
Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto
para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y
sacrificios por los pecados
Aunque
referido al ámbito judío, resulta una constatación universal, porque toda
religión, todo culto, toda liturgia, todo ritual, incluído los laicos y ateos,
mueven una pretensión de fondo: representatividad de una colectividad y
exorcismo de lo malo o promoción de lo bueno y conveniente.
No
hay representante de cualquier tamaño, elegido o por fuerza o fraude que no
tenga esta pretensión.
Se
trata del intento mesiánico: esa inquietud humana por salvar, mejorar, transformar,
su propia vida y la de otros.
tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como
por los del pueblo
Se
trata de una conciencia de misión que se nutre de una autoconciencia de la
debilidad, cuando no se cae en su negación, pero se crece en la solidaridad con
las debilidades de otros.
Una
conciencia ética sana muestra esa composición: autocrítica y solidaridad.
Un
programa de vida para todos, creyentes o no: ofrecer sacrificios. Pero
ofrecerse en sacrificio.
Somos
víctimas y oferentes en nuestro caminar, en una dimensión de red.
Dios es quien llama, como en el caso de Aarón. Tampoco
Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote
Pero
una representatividad que sea respetada y legitimada se fundamenta en una
elección, en sistemas teocráticos de la divinidad, en sistemas no teocráticos
del pueblo, directa o indirectamente.
Pero
en el caso de Jesús, quien emerge de una cultura en la que se reconoce la
elección de Dios y la aclamación de la gente, en convergencia, se destaca ante
todo la elección de un Dios Padre.
Jesús
no requirió, pero sumó, la aclamación de la gente para su misión, su
mesianismo, su sacerdocio.
A
nosotros sólo nos viene bien reconocerla, aceptarla, como lo mejor que nos pudo
pasar .
Se
precisa de un bautismo que consagra en esta misión. Sacramental o
para-sacramental es la consagración de la existencia a la propiciación.
Todo
lo demás, como el matrimonio nutre su desarrollo en esta consagración.
Habría
que abrir los ojos de la mente a todos y todas sobre su misión a través de sus
esfuerzos de dar sentido a este mundo.
Es
en este bautismo que hemos sido consagrados, para con él ofrecernos como
víctimas y oferentes.
Esta
modalidad trasciende todo lo demás, y ya no hay mejor sacerdocio.
Vivir,
tenemos que vivir, pero hacerlo como propiciación en red, da sentido de configuración
a nuestra realidad.
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó
oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia
fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y,
llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en
autor de salvación eterna, proclamado por Dios sumo sacerdote, según el rito de
Melquisedec.
Pan
y vino es el rito de un sacerdocio ya prefigurado como ofrenda de paz. En esa
ofrenda se ofrece el propio cuerpo y sangre.
Totalidad
que se dispone al servicio de la propiciación de víctima y oferente.
Gritos,
lágrimas y angustia son los acompañantes de esta gestación que va dando lugar a
una nueva creación: nuevas relaciones fraternas.
Ninguna
colectividad histórica vislumbró que tal autocrítica, solidaridad, mesianismo y
sacerdocio se ejercería en una entrega obediente y sufriente de sí mismo.
Así
un nuevo camino se ha abierto, el servicio al mesianismo peculiar y único de
Jesús: la propia vida gastada por otros.
Salmo responsorial: 109
REFLEXIÓN
Oráculo del Señor a mi Señor
Jesús
es “mi Señor” y con él nos instalamos en un nuevo modo de vivir y ser. Todo lo
que pensemos, sintamos, digamos o hagamos es para propiciar, como víctima y
oferente, a favor de un mundo nuevo, en las huellas de “mi Señor”.
El
don de Dios es entenderlo así, ver la vida así, con este grado de iluminación y
fortaleza.
"Tú eres sacerdote eterno, / según el rito de
Melquisedec."
Rito
de pan y vino por un rey de Salem: paz.
Ofrenda
de paz, no cruenta. Ofrenda de acción de gracias, no de exigencia.
Jesús
significa para nosotros descubrir que nuestra existencia individual y social
consiste en dar gracias a un Padre-Madre que nos ha proporcionado un escenario
de dones y nos aguarda para una convivencia-comunión eterna.
Marcos 2,18-22
REFLEXIÓN
los discípulos de Juan y los fariseos estaban de ayuno
En
esa cultura, y en otras de nuestro tiempo, ayunar era y es bueno. Ayuda también
a la salud.
¿Por qué los tuyos no?
Los
discípulos de Jesús, en ese medio, se veían como fuera de lugar, peculiares y
no tradicionales. Su estilo escandalizaba y cuestionaba por un sentido más
vinculante.
¿Es que pueden ayunar los amigos del novio mientras está con
ellos?
A
quién se le ocurre ayunar en un banquete de bodas? No tiene sentido.
En
el Reino vivimos un banquete de fraternidad, y debemos compartir los bienes. Un
ayuno no tiene sentido en el Reino. Excepto en los momentos de ausencia del novio.
Rompe Jesús con el orden viejo y en odres nuevos
echa el vino nuevo: no ayuna, sino que celebra porque ya es la boda y aquí está
el novio. Jesús es dócil a la voluntad de Dios y no contemporiza con el orden
viejo, no tiene por qué ayunar.
Recuerda los
binarios, en particular el segundo. Los que vivimos haciendo mezclas entre el
orden viejo y el orden nuevo, y dañamos los dos. Juan bautista fue coherente
con su orden viejo, y fue grande, pero pequeño en el orden nuevo.
Cómo
estamos? Con o sin novio. Se lo llevaron en la Ascensión. Pero permanece en el
Espíritu del Resucitado dentro de su pueblo. Ayunamos o no? Estamos con el
novio o no? Se trata de nuestra condición escatológica que implica un sí pero
todavía no. Caminamos entre valles y colinas, consolaciones y desolaciones. El
ayuno dependerá de la vivencia de ausencias y presencias del novio en nuestra
existencia.
Llegará un día en que se lleven al novio; aquel día sí que
ayunarán
Jesús
fue llevado en su muerte y el duelo los embargó. Nosotros que vivimos la
presencia del Espíritu de Jesús vivo, no tenemos por qué ayunar. Cuando
advertimos que se ausenta, entonces sí debemos ayunar, para apresurar su
venida.
En
la espiritualidad Ignaciana, cuando nos encontramos en desolación debemos
movernos e insistir en combatir esa desolación hasta que vuelva el consuelo. Es
el momento del ayuno. Durante la consolación, vivimos un banquete y no
ayunamos.
En este
vino nuevo de la existencia tras Jesús, no sacrificamos a nadie ni a nada, sino
que como víctimas nos ofrecemos y así celebramos al novio.
La
novedad por excelencia es Jesús, el novio.
En
la medida que la vivencia de fe mantenga viva su presencia, no tiene sentido
ayunar, porque es fiesta.
Sólo
en su ausencia tiene sentido ayunar.
En
la vivencia de consolación, se experimenta según Ignacio en los ejercicios
espirituales, una fiesta de presencia para la fe.
No
se cambia uno por nadie, ni hay tentación rastrera que penetre.
En
la desolación, la situación sicológica-espiritual de duelo y abandono, es
cuando se recomienda el ayuno y la penitencia como una forma de llamar de nuevo
a la presencia del Espíritu de Jesús.
EN
momentos de consolación, don del Señor, es cuando mejor se entiende el sentido
del sacerdocio de acción de gracias de Jesús, y la misión mesiánica de la
autocrítica y la solidaridad.
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