lunes, 16 de enero de 2023

PALABRA COMENTADA

 

Lunes 2 de tiempo ordinario

Año Impar

Hebreos 5,1-10



REFLEXIÓN

Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados

Aunque referido al ámbito judío, resulta una constatación universal, porque toda religión, todo culto, toda liturgia, todo ritual, incluído los laicos y ateos, mueven una pretensión de fondo: representatividad de una colectividad y exorcismo de lo malo o promoción de lo bueno y conveniente.

No hay representante de cualquier tamaño, elegido o por fuerza o fraude que no tenga esta pretensión.

Se trata del intento mesiánico: esa inquietud humana por salvar, mejorar, transformar, su propia vida y la de otros.

tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo

Se trata de una conciencia de misión que se nutre de una autoconciencia de la debilidad, cuando no se cae en su negación, pero se crece en la solidaridad con las debilidades de otros.

Una conciencia ética sana muestra esa composición: autocrítica y solidaridad.

Un programa de vida para todos, creyentes o no: ofrecer sacrificios. Pero ofrecerse en sacrificio.

Somos víctimas y oferentes en nuestro caminar, en una dimensión de red.

 

Dios es quien llama, como en el caso de Aarón. Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote

Pero una representatividad que sea respetada y legitimada se fundamenta en una elección, en sistemas teocráticos de la divinidad, en sistemas no teocráticos del pueblo, directa o indirectamente.

Pero en el caso de Jesús, quien emerge de una cultura en la que se reconoce la elección de Dios y la aclamación de la gente, en convergencia, se destaca ante todo la elección de un Dios Padre.

Jesús no requirió, pero sumó, la aclamación de la gente para su misión, su mesianismo, su sacerdocio.

A nosotros sólo nos viene bien reconocerla, aceptarla, como lo mejor que nos pudo pasar .

Se precisa de un bautismo que consagra en esta misión. Sacramental o para-sacramental es la consagración de la existencia a la propiciación.

Todo lo demás, como el matrimonio nutre su desarrollo en esta consagración.

Habría que abrir los ojos de la mente a todos y todas sobre su misión a través de sus esfuerzos de dar sentido a este mundo.

Es en este bautismo que hemos sido consagrados, para con él ofrecernos como víctimas y oferentes.

Esta modalidad trasciende todo lo demás, y ya no hay mejor sacerdocio.

Vivir, tenemos que vivir, pero hacerlo como propiciación en red, da sentido de configuración a nuestra realidad.

Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna, proclamado por Dios sumo sacerdote, según el rito de Melquisedec.

Pan y vino es el rito de un sacerdocio ya prefigurado como ofrenda de paz. En esa ofrenda se ofrece el propio cuerpo y sangre.

Totalidad que se dispone al servicio de la propiciación de víctima y oferente.

Gritos, lágrimas y angustia son los acompañantes de esta gestación que va dando lugar a una nueva creación: nuevas relaciones fraternas.

Ninguna colectividad histórica vislumbró que tal autocrítica, solidaridad, mesianismo y sacerdocio se ejercería en una entrega obediente y sufriente de sí mismo.

Así un nuevo camino se ha abierto, el servicio al mesianismo peculiar y único de Jesús: la propia vida gastada por otros.

Salmo responsorial: 109



REFLEXIÓN

Oráculo del Señor a mi Señor

Jesús es “mi Señor” y con él nos instalamos en un nuevo modo de vivir y ser. Todo lo que pensemos, sintamos, digamos o hagamos es para propiciar, como víctima y oferente, a favor de un mundo nuevo, en las huellas de “mi Señor”.

El don de Dios es entenderlo así, ver la vida así, con este grado de iluminación y fortaleza.

"Tú eres sacerdote eterno, / según el rito de Melquisedec."

Rito de pan y vino por un rey de Salem: paz.

Ofrenda de paz, no cruenta. Ofrenda de acción de gracias, no de exigencia.

Jesús significa para nosotros descubrir que nuestra existencia individual y social consiste en dar gracias a un Padre-Madre que nos ha proporcionado un escenario de dones y nos aguarda para una convivencia-comunión eterna.

Marcos 2,18-22



REFLEXIÓN

los discípulos de Juan y los fariseos estaban de ayuno

En esa cultura, y en otras de nuestro tiempo, ayunar era y es bueno. Ayuda también a la salud.

¿Por qué los tuyos no?

Los discípulos de Jesús, en ese medio, se veían como fuera de lugar, peculiares y no tradicionales. Su estilo escandalizaba y cuestionaba por un sentido más vinculante.

¿Es que pueden ayunar los amigos del novio mientras está con ellos?

A quién se le ocurre ayunar en un banquete de bodas? No tiene sentido.

En el Reino vivimos un banquete de fraternidad, y debemos compartir los bienes. Un ayuno no tiene sentido en el Reino. Excepto en los momentos de ausencia del novio.

Rompe Jesús con el orden viejo y en odres nuevos echa el vino nuevo: no ayuna, sino que celebra porque ya es la boda y aquí está el novio. Jesús es dócil a la voluntad de Dios y no contemporiza con el orden viejo, no tiene por qué ayunar.

 

Recuerda los binarios, en particular el segundo. Los que vivimos haciendo mezclas entre el orden viejo y el orden nuevo, y dañamos los dos. Juan bautista fue coherente con su orden viejo, y fue grande, pero pequeño en el orden nuevo.

Cómo estamos? Con o sin novio. Se lo llevaron en la Ascensión. Pero permanece en el Espíritu del Resucitado dentro de su pueblo. Ayunamos o no? Estamos con el novio o no? Se trata de nuestra condición escatológica que implica un sí pero todavía no. Caminamos entre valles y colinas, consolaciones y desolaciones. El ayuno dependerá de la vivencia de ausencias y presencias del novio en nuestra existencia.

Llegará un día en que se lleven al novio; aquel día sí que ayunarán

Jesús fue llevado en su muerte y el duelo los embargó. Nosotros que vivimos la presencia del Espíritu de Jesús vivo, no tenemos por qué ayunar. Cuando advertimos que se ausenta, entonces sí debemos ayunar, para apresurar su venida.

En la espiritualidad Ignaciana, cuando nos encontramos en desolación debemos movernos e insistir en combatir esa desolación hasta que vuelva el consuelo. Es el momento del ayuno. Durante la consolación, vivimos un banquete y no ayunamos.

Nadie le echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto, lo nuevo de lo viejo, y deja un roto peor. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque revienta los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos

En este vino nuevo de la existencia tras Jesús, no sacrificamos a nadie ni a nada, sino que como víctimas nos ofrecemos y así celebramos al novio.

La novedad por excelencia es Jesús, el novio.

En la medida que la vivencia de fe mantenga viva su presencia, no tiene sentido ayunar, porque es fiesta.

Sólo en su ausencia tiene sentido ayunar.

En la vivencia de consolación, se experimenta según Ignacio en los ejercicios espirituales, una fiesta de presencia para la fe.

No se cambia uno por nadie, ni hay tentación rastrera que penetre.

En la desolación, la situación sicológica-espiritual de duelo y abandono, es cuando se recomienda el ayuno y la penitencia como una forma de llamar de nuevo a la presencia del Espíritu de Jesús.

EN momentos de consolación, don del Señor, es cuando mejor se entiende el sentido del sacerdocio de acción de gracias de Jesús, y la misión mesiánica de la autocrítica y la solidaridad.

En este vino nuevo de la existencia tras Jesús, no sacrificamos a nadie ni a nada, sino que como víctimas nos ofrecemos y así celebramos al novio.

https://twitter.com/motivaciondehoy/status/1614948150195675140?s=20&t=RE4ablgBpOX7ewiH_aCnHQ

DOCTORES DE LA IGLESIA

 


Lunes, II semana

De la vida de san Antonio, escrita por san Atanasio, obispo
(Cap. 2-4: PG 26, 842-846) LA VOCACIÓN DE SAN ANTONIO

Cuando murieron sus padres, Antonio tenía unos dieciocho o veinte años, y quedó él solo con su única hermana, pequeña aún, teniendo que encargarse de la casa y del cuidado de su hermana.
Habían transcurrido apenas seis meses de la muerte de sus padres, cuando un día en que se dirigía, según costumbre, a la iglesia, iba pensando en su interior cómo los apóstoles lo habían dejado todo para seguir al Salvador, y cómo, según narran los Hechos de los apóstoles, muchos vendían sus posesiones y ponían el precio de la venta a los pies de los apóstoles para que lo repartieran entre los pobres; pensaba también en la magnitud de la esperanza que para éstos estaba reservada en el cielo; imbuido de esos pensamientos, entró en la iglesia, y dio la casualidad de que en aquel momento estaban leyendo aquellas palabras del Señor en el Evangelio: Si quieres ser perfecto, ve a vender lo que tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme. Entonces Antonio, como si Dios le hubiese infundido el recuerdo de lo que habían hecho los santos y como si aquellas palabras hubiesen sido leídas especialmente para él, salió en seguida de la iglesia e hizo donación a los aldeanos de las posesiones heredadas de sus padres (tenía trescientas parcelas fértiles y muy hermosas), con el fin de evitar toda inquietud para sí y para su hermana. Vendió también todos sus bienes muebles, y repartió entre los pobres la considerable cantidad resultante de esta venta, reservando sólo una pequeña parte para su hermana. Habiendo vuelto a entrar en la iglesia, oyó aquellas palabras del Señor en el Evangelio: No os inquietéis por el día siguiente. Saliendo otra vez, dio a los necesitados incluso lo poco que se había reservado, ya que no soportaba que quedase en su poder ni la más mínima cantidad. Encomendó su hermana a una vírgenes que él sabía eran de confianza y cuidó de que recibiese una conveniente educación; en cuanto a él, a partir de entonces, libre ya de cuidados ajenos, emprendió en frente de su misma casa una vida de ascetismo y de intensa mortificación. Trabajaba con sus propias manos, ya que conocía aquella afirmación de la Escritura: Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma; lo que ganaba con su trabajo lo destinaba parte a su propio sustento, parte a los pobres. Oraba con mucha frecuencia, ya que había aprendido que es necesario retirarse para orar sin cesar; en efecto, ponía tanta atención en la lectura, que retenía todo lo que había leído, hasta tal punto que llegó un momento en que su memoria suplía los libros.
Todos los habitantes del lugar, y todos los hombres honrados, cuya compañía frecuentaba, al ver su conducta, lo llamaban amigo de Dios; y todos lo amaban como a un hijo o como a un hermano.

REFLEXIÓN

En nuestro tiempo se discutiría si el santo tenía derecho a disponer de los bienes que corresponderían a su hermana, porque ella también tendría derechos: mínimo a ser consultada y respetada. No nos convenceríamos que pudiéramos medir la necesidad de otros en base a la exigua nuestra. Quizás estaríamos más de acuerdo en que el santo viviera según lo que había pregonado y anunciado: en pobreza y mortificación. Sólo entonces nos inclinaríamos a tener en cuenta su estilo de vida como admirable y poco usual. Porque vivimos un momento en el que se han multiplicado las demandas por los derechos conculcados, entre ellos de las mujeres, también dueñas de su propio destino. Y vivimos en un momento de extremo individualismo, en el que aunque recibamos buenos ejemplos, somos indiferentes porque cada uno debe ser respetado en lo que hace y no criticar. Así usamos nuestro ethos actual para juzgar el ethos del pasado. Lo cual no parece ajustado a verdad. Pero queda la lección que toda la Iglesia siguiendo el Evangelio de Jesús de Nazareth está llamada a un seguimiento en conciencia, aunque sea contra cultura.