Lunes, VII semana
San Gregorio de Nisa Homilías sobre el libro del Eclesiastés 5
Si el alma eleva sus ojos a su cabeza,
que es Cristo, según la interpretación de Pablo, habrá que considerarla dichosa
por la penetrante mirada de sus ojos, ya que los tiene puestos allí donde no
existen las tinieblas del mal. El gran Pablo y todos los que tuvieron una
grandeza semejante a la suya tenían los ojos fijos en su cabeza, así como todos
los que viven, se mueven y existen en Cristo. Pues, así como es imposible que
el que está en la luz vea tinieblas, así también lo es que el que tiene los
ojos puestos en Cristo los fije en cualquier cosa vana. Por tanto, el que tiene
los ojos puestos en la cabeza, y por cabeza entendemos aquí al que es principio
de todo, los tiene puestos en toda virtud (ya que Cristo es la virtud perfecta
y totalmente absoluta), en la verdad, en la justicia, en la incorruptibilidad,
en todo bien.
REFLEXIÓN
Fijar los ojos en nuestro
tiempo, equivaldría a optar de raíz por alguien o algo, que lo merezca, para
que genere fuerza, que desde dentro haga creíble las transformaciones que
produzca. Una fuerza multiforme, que se esparce en los diferentes campos en los
que se desarrollan las existencias todas: personas y universo.
Porque el sabio tiene sus ojos puestos
en la cabeza, mas el necio camina en tinieblas. El que no pone su lámpara sobre
el candelero, sino que la pone bajo el lecho, hace que la luz sea para él
tinieblas. Por el contrario, cuantos hay que viven entregados a la lucha por
las cosas de arriba y a la contemplación de las cosas verdaderas, y son tenidos
por ciegos e inútiles, como es el caso de Pablo, que se gloriaba de ser necio
por Cristo. Porque su prudencia y sabiduría no consistía en las cosas que
retienen nuestra atención aquí abajo. Por esto dice: Nosotros, unos necios por
Cristo, que es lo mismo que decir: «Nosotros somos ciegos con relación a la
vida de este mundo, porque miramos hacia arriba y tenemos los ojos puestos en
la cabeza». Por esto vivía privado de hogar y de mesa, pobre, errante, desnudo,
padeciendo hambre y sed. ¿Quién no lo hubiera juzgado digno de lástima, viéndolo
encarcelado, sufriendo la ignominia de los azotes, viéndolo entre las olas del
mar al ser la nave desmantelada, viendo cómo era llevado de aquí para allá
entre cadenas?
REFLEXIÓN
Así la etiqueta que se
adhiere a los que sufren la vanidad es la de perdedores, confrontados con las
realizaciones de éxito en lujo, lujuria y poder. Incluso los de votos,
supuestos perdedores de oficio, se demarcan de lo ofrecido, arrastrados por la
presión del mundo, vergonzantes de su sayal.
Pero, aunque tal fue su vida entre los
hombres, él nunca dejó de tener los ojos puestos en la cabeza, según aquellas
palabras suyas: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo: ¿la aflicción?, ¿la
angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la
espada? Que es como si dijese: «¿Quién apartará mis ojos de la cabeza y hará
que los ponga en las cosas que son despreciables?» A nosotros nos manda hacer
lo mismo, cuando nos exhorta a aspirar a los bienes de arriba, lo que equivale
a decir «tener los ojos puestos en la cabeza».
REFLEXIÓN
En principio y desde la cabeza, está asegurada la virtud, pero los riesgos y pérdidas de la vanidad nos pueden hacer flaquear y gemir por el consuelo del éxito. La tardanza de lo último es tenaz.