De las Homilías de san Juan Crisóstomo,
obispo(Homilía 2 sobre las alabanzas de san Pablo: PG 50, 480-484)
Pablo, encerrado en la cárcel, habitaba ya en el cielo, y recibía los azotes y
heridas con un agrado superior al de los que conquistan el premio en los
juegos; amaba los sufrimientos no menos que el premio, ya que estos mismos
sufrimientos, para él, equivalían al premio; por esto, los consideraba como una
gracia.
REFLEXIÓN
La gracia más bien, y
motivo de acción de gracias, es poder descodificar el sufrimiento de la
persecución por la fe, como una bendición y señal del agrado del Padre. Sólo
una gracia trastorna nuestra repugnancia al sufrimiento y la humillación, en un
gozo que no queda a disposición de ninguna circunstancia adversa y mudable.
Sopesemos bien lo que esto significa. El
premio consistía ciertamente en partir para estar con Cristo; en cambio,
quedarse en esta vida significaba el combate; sin embargo, el mismo anhelo de
estar con Cristo lo movía a diferir el premio, llevado del deseo del combate,
ya que lo juzgaba más necesario.
Comparando las dos cosas, el estar separado de Cristo representaba para él el
combate y el sufrimiento, más aún, el máximo combate y el máximo sufrimiento.
Por el contrario, estar con Cristo representaba el premio sin comparación; con
todo, Pablo, por amor a Cristo, prefiere el combate al premio.
Alguien quizá dirá que todas estas dificultades él las tenía por suaves, por su
amor a Cristo. También yo lo admito, ya que todas aquellas cosas, que para
nosotros son causa de tristeza, en él engendraban el máximo deleite. Y ¿para
qué recordar las dificultades y tribulaciones? Su gran aflicción le hacía
exclamar: ¿Quién sufre angustias sin que yo las comparta? ¿Quién es impugnado
por el enemigo sin que esté yo en ascuas?
REFLEXIÓN
Es verdad. Muchos creyentes
comprometidos con la evangelización en alguna de sus modalidades sienten mucha
atracción por el trabajo que hacen en favor de la Iglesia, de las comunidades,
de las personas. Y para nada piensan en premios o descansos, porque le urge
atender a los más que pueda. No se les aplica aquello de que la religión es
opio.
Os ruego que no sólo admiréis, sino que
también imitéis este magnífico ejemplo de virtud: así podremos ser partícipes
de su corona.
Y si alguien se admira de esto que hemos dicho, a saber, que el que posea unos
méritos similares a los de Pablo obtendrá una corona semejante a la suya, que
atienda a las palabras del mismo Apóstol: He combatido bien mi combate, he
corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida,
que el Señor, justo juez, me otorgará aquel día; y no sólo a mí, sino también a
todos los que hayan esperado con amor su venida. ¿Te das cuenta de cómo nos
invita a todos a tener parte en su misma gloria?
Así pues, ya que a todos nos aguarda una misma corona de gloria, procuremos
hacernos dignos de los bienes que tenemos prometidos.
Y no sólo debemos considerar en el Apóstol la magnitud y excelencia de sus
virtudes y su pronta y robusta disposición de ánimo, por las que mereció llegar
a un premio tan grande, sino que hemos de pensar también que su naturaleza era
en todo igual a la nuestra; de este modo, las cosas más arduas nos parecerán
fáciles y llevaderas y, esforzándonos en este breve tiempo de nuestra vida,
alcanzaremos aquella corona incorruptible e inmortal, por la gracia y la
misericordia de nuestro Señor Jesucristo, a quien pertenece la gloria y el
imperio ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.