Martes V semana del
Tiempo Pascual
San Cirilo de Alejandría Comentario al
evangelio de San Juan 10,2
El Señor, para convencernos de que es
necesario que nos adhiramos a él por el amor, ponderó cuán grandes bienes se
derivan de nuestra unión con él, comparándose a sí mismo con la vid y afirmando
que los que están unidos a él e injertados en su persona, vienen a ser como sus
sarmientos y, al participar del Espíritu Santo, comparten su misma naturaleza
(pues el Espíritu de Cristo nos une con él).
REFLEXIÓN
Compartir la naturaleza
equivale a ser como Él mismo, de la misma calidad, tal como Él es. Hablar de
naturaleza para entonces sería compartir la misma pasta divina, más que
meramente humana. Es decir, sobre humana, mistérica, innombrable, tal como
Jesús. Compartidos de Dios, sus vástagos, sus descendientes si cabe. Un sueño
hecho realidad. Un encumbramiento que se ha venido dando desde Jesús de
Nazareth, pasando por el Unigénito, hasta ser sus hermanos, su cuerpo. No se
habrán atrevido demasiado estas especulaciones teológicas y catequéticas, para
salir al frente de adversarios hostiles, dentro y fuera de la comunidad?
La adhesión de quienes se vinculan a la
vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión del
Señor con nosotros es una unión de amor y de inhabitación. Nosotros, en efecto,
partimos de un buen deseo y nos adherimos a Cristo por la fe; así llegamos a
participar de su propia naturaleza y alcanzamos la dignidad de hijos adoptivos,
pues, como lo afirmaba San Pablo, el que se une al Señor es un espíritu con él.
REFLEXIÓN
Ser de un mismo espíritu,
equivale a compartir la intimidad y motivarse con lo que a Él motiva, pulsar
como Él, convivir en su órbita, permanecer en su rumbo.
De la misma forma que en un lugar de la
Escritura se dice de Cristo que es cimiento y fundamento (pues nosotros, se
afirma, estamos edificados sobre él y, como piedras vivas y espirituales
entramos en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio
sagrado, cosa que no sería posible si Cristo no fuera fundamento), así, de
manera semejante, Cristo se llama a sí mismo vid, como si fuera la madre y
nodriza de los sarmientos que proceden de él. En él y por él hemos sido
regenerados en el Espíritu para producir fruto de vida, no de aquella vida
caduca y antigua, sino de la vida nueva que se funda en su amor.
REFLEXIÓN
Los frutos de tal unión,
al modo de sarmientos que fructifican, son propios del que ama. El fruto de la
nueva vida es amar y darse en amor. Acrisolado, amor que en la purificación a
la que todo amor es sometido, ha ido dejando como náufragos en la orilla, y
basura en las márgenes, el propio amor, querer e interés. Cómo será eso, si
quien ama parte del propio amor, querer e interés? Por una transformación por
amor al prójimo como a sí mismo.
Y esta vida la conservaremos si
perseveramos unidos a él y como injertados en su persona; si seguimos fielmente
los mandamientos que nos dio y procuramos conservar los grandes bienes que nos
confió, esforzándonos por no contristar, ni en lo más mínimo, al Espíritu que
habita en nosotros, pues, por medio de él, Dios mismo tiene su morada en
nuestro interior.
REFLEXIÓN
Perseverar sin contristar
es un programa de existencia arduo y combatiente, hasta cierto punto inhumano,
porque no es raro desfallecer
De qué modo nosotros estamos en Cristo y
Cristo en nosotros nos lo pone en claro el evangelista Juan al decir: En esto
conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su
Espíritu. Pues, así como la raíz hace llegar su propia savia a los sarmientos,
del mismo modo el Verbo unigénito de Dios Padre comunica a los santos una
especie de parentesco consigo mismo y con el Padre, al darles parte en su
propia naturaleza, y otorga su Espíritu a los que están unidos con él por la
fe: así les comunica una santidad inmensa, los nutre en la piedad y los lleva
al conocimiento de la verdad y a la práctica de la virtud.
REFLEXIÓN
Ante todo se celebra y
glorifica la gratuidad, el inmerecimiento, el amor primero y tenaz del Señor.
El que nos hace capaces de arrancar desde nosotros hacia una correspondencia
que esperamos sea inagotable.