San Agustín Sermón sobre los pastores
46,11-12
El Señor, dice la Escritura, castiga a
sus hijos preferidos. Y tú te atreves a decir: «Quizás seré una excepción.» Si
eres una excepción en el castigo, quedarás igualmente exceptuado del número de
los hijos. «¿Es cierto —preguntarás— que castiga a cualquier hijo?» Cierto que
castiga a cualquier hijo, y del mismo modo que a su Hijo único. Aquel Hijo, que
había nacido de la misma substancia del Padre, que era igual al Padre por su
condición divina, que era la Palabra por la que había creado todas las cosas,
por su misma naturaleza no era susceptible de castigo. Y, precisamente, para no
quedarse sin castigo, se vistió de la carne de la especie humana. ¿Con qué va a
dejar sin castigo al hijo adoptado y pecador, el mismo que no dejó sin castigo
a su único Hijo inocente? El Apóstol dice que nosotros fuimos llamados a la
adopción. Y recibimos la adopción de hijos para ser herederos junto con el Hijo
único, para ser incluso su misma herencia: Pídemelo: te daré en herencia las
naciones. En sus sufrimientos, nos dio ejemplo a todos nosotros. Pero, para que
el débil no se vea vencido por las futuras tentaciones, no se le debe engañar
con falsas esperanzas, ni tampoco desmoralizarlo a fuerza de exagerar los
peligros. Dile: Prepárate para las pruebas, y quizá comience a retroceder, a
estremecerse de miedo, a no querer dar un paso hacia adelante. Tienes aquella
otra frase: Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere vuestras
fuerzas. Pues bien, prometer y anunciar las tribulaciones futuras es,
efectivamente, fortalecer al débil. Y, si al que experimenta un temor excesivo,
hasta el punto de sentirse aterrorizado, le prometes la misericordia de Dios, y
no porque le vayan a faltar las tribulaciones, sino porque Dios no permitirá
que la prueba supere sus fuerzas, eso es, efectivamente, vendar las heridas.
Los hay, en efecto, que, cuando oyen hablar de las tribulaciones venideras, se
fortalecen más, y es como si se sintieran sedientos de la que ha de ser su
bebida.