Miércoles, VII semana
San Jerónimo Comentario sobre el Eclesiastés
Si a un hombre le concede Dios bienes y
riquezas y capacidad de comer de ellas, de llevarse su porción y disfrutar de
sus trabajos, eso sí que es don de Dios. No pensará mucho en los años de su
vida si Dios le concede alegría interior. Lo que se afirma aquí es que, en
comparación de aquel que come de sus riquezas en la oscuridad de sus muchos
cuidados y reúne con enorme cansancio bienes perecederos, es mejor la condición
del que disfruta de lo presente. Éste, en efecto, disfruta de un placer, aunque
pequeño; aquél, en cambio, sólo experimenta grandes preocupaciones. Y explica
el motivo por qué es un don le Dios el poder disfrutar de las riquezas: No
pensará mucho en los años de su vida. Dios, en efecto, hace que se distraiga
con alegría de corazón: no estará triste, sus pensamientos no lo molestarán,
absorto como está por la alegría y el goce presente.
REFLEXIÓN
La bendición en la vida
ordinaria se experimenta mejor en el disfrute puntual, sin estrés de
preocupaciones, con alegría de corazón
Pero es mejor entender esto, según el Apóstol,
de la comida y bebida espirituales que nos da Dios, y reconocer la bondad de
todo aquel esfuerzo, porque se necesita gran trabajo y esfuerzo para llegar a
la contemplación de los bienes verdaderos. Y ésta es la suerte que nos
pertenece: alegrarnos de nuestros esfuerzos y fatigas. Lo cual, aunque es
bueno, sin embargo no es aún la bondad total, hasta que aparezca Cristo, vida
nuestra.
REFLEXIÓN
Pero más bendición es
todavía la alegría en la fatiga y la lucha, ya que se suscita como un don para
el final de todo, pues nos anima hasta el final de todo con la resurrección.
Toda la fatiga del hombre es para la
boca, y el estómago no se llena. ¿Qué ventaja le saca el sabio al necio, o al
pobre el que sabe manejarse en la vida?. Todo aquello por lo cual se fatigan
los hombres en este mundo se consume con la boca y, una vez triturado por los
diente, pasa al vientre para ser digerido. Y el pequeño placer que causa a
nuestro paladar dura tan sólo el momento en que pasa por nuestra garganta. Y,
después de todo esto, nunca se sacia el alma del que come: ya porque vuelve a
desear lo que ha comido (y tanto el sabio como el necio no pueden vivir sin
comer, y el pobre sólo se preocupa de cómo podrá sustentar su débil organismo
para no morir de inanición), ya porque el alma ningún provecho saca de este
alimento corporal, y la comida es igualmente necesaria para el sabio que para
el necio, y allí se encamina el pobre donde adivina que hallará recursos. Es
preferible entender estas afirmaciones como referidas al hombre eclesiástico,
el cual, instruido en las Escrituras santas, se fatiga para la boca, y el
estómago no se llena, porque siempre desea aprender más.
REFLEXIÓN
El horizonte de vida de
quien vive para el consumo es de una intranquilidad voraz y perpetua. Nunca se
termina su ciclo. Pero el hombre de fe encuentra un hambre diferente que
tampoco se sacia pero satisface mejor: aprender.
Y
en esto sí que el sabio aventaja al necio; porque, sintiéndose pobre (aquel
pobre que es proclamado dichoso en el Evangelio), trata de comprender aquello
que pertenece a la vida, anda por el camino angosto y estrecho que lleva a la
vida, es pobre en obras malas y sabe dónde habita Cristo, que es la vida.
REFLEXIÓN
La pobreza como
bienaventuranza es una comprensión de las realidades y de como el hambre de
ciertas cosas no se sacia, a menos que se transforme en algo más.