miércoles, 23 de febrero de 2022

DOCTORES DE LA IGLESIA

 


Miércoles, VII semana

 San Jerónimo Comentario sobre el Eclesiastés

Si a un hombre le concede Dios bienes y riquezas y capacidad de comer de ellas, de llevarse su porción y disfrutar de sus trabajos, eso sí que es don de Dios. No pensará mucho en los años de su vida si Dios le concede alegría interior. Lo que se afirma aquí es que, en comparación de aquel que come de sus riquezas en la oscuridad de sus muchos cuidados y reúne con enorme cansancio bienes perecederos, es mejor la condición del que disfruta de lo presente. Éste, en efecto, disfruta de un placer, aunque pequeño; aquél, en cambio, sólo experimenta grandes preocupaciones. Y explica el motivo por qué es un don le Dios el poder disfrutar de las riquezas: No pensará mucho en los años de su vida. Dios, en efecto, hace que se distraiga con alegría de corazón: no estará triste, sus pensamientos no lo molestarán, absorto como está por la alegría y el goce presente.

REFLEXIÓN

La bendición en la vida ordinaria se experimenta mejor en el disfrute puntual, sin estrés de preocupaciones, con alegría de corazón

Pero es mejor entender esto, según el Apóstol, de la comida y bebida espirituales que nos da Dios, y reconocer la bondad de todo aquel esfuerzo, porque se necesita gran trabajo y esfuerzo para llegar a la contemplación de los bienes verdaderos. Y ésta es la suerte que nos pertenece: alegrarnos de nuestros esfuerzos y fatigas. Lo cual, aunque es bueno, sin embargo no es aún la bondad total, hasta que aparezca Cristo, vida nuestra.

REFLEXIÓN

Pero más bendición es todavía la alegría en la fatiga y la lucha, ya que se suscita como un don para el final de todo, pues nos anima hasta el final de todo con la resurrección.

Toda la fatiga del hombre es para la boca, y el estómago no se llena. ¿Qué ventaja le saca el sabio al necio, o al pobre el que sabe manejarse en la vida?. Todo aquello por lo cual se fatigan los hombres en este mundo se consume con la boca y, una vez triturado por los diente, pasa al vientre para ser digerido. Y el pequeño placer que causa a nuestro paladar dura tan sólo el momento en que pasa por nuestra garganta. Y, después de todo esto, nunca se sacia el alma del que come: ya porque vuelve a desear lo que ha comido (y tanto el sabio como el necio no pueden vivir sin comer, y el pobre sólo se preocupa de cómo podrá sustentar su débil organismo para no morir de inanición), ya porque el alma ningún provecho saca de este alimento corporal, y la comida es igualmente necesaria para el sabio que para el necio, y allí se encamina el pobre donde adivina que hallará recursos. Es preferible entender estas afirmaciones como referidas al hombre eclesiástico, el cual, instruido en las Escrituras santas, se fatiga para la boca, y el estómago no se llena, porque siempre desea aprender más.

REFLEXIÓN

El horizonte de vida de quien vive para el consumo es de una intranquilidad voraz y perpetua. Nunca se termina su ciclo. Pero el hombre de fe encuentra un hambre diferente que tampoco se sacia pero satisface mejor: aprender.

 Y en esto sí que el sabio aventaja al necio; porque, sintiéndose pobre (aquel pobre que es proclamado dichoso en el Evangelio), trata de comprender aquello que pertenece a la vida, anda por el camino angosto y estrecho que lleva a la vida, es pobre en obras malas y sabe dónde habita Cristo, que es la vida.

REFLEXIÓN

La pobreza como bienaventuranza es una comprensión de las realidades y de como el hambre de ciertas cosas no se sacia, a menos que se transforme en algo más.

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