MARTES, XXV SEMANA
Del tratado atribuido a San Germán de Constantinopla, sobre la contemplación
de los bienes eclesiásticos
(PG 98, 442-443)
Todos nosotros te glorificamos a ti, Dios nuestro, en medio de una profunda
tranquilidad
Padre nuestro, que estás en los cielos. Realmente él es el Padre de todos nosotros y a todos nos conserva en el ser. ¿Le llamas Padre? Regula tu vida como el Hijo, de que seas grato y puedas complacer a ese Padre tuyo que está en los cielos. Porque, ¿quién militando a las órdenes del poderoso príncipe de este mundo y del mundo infernal, que ha adoptado como hijo, se atreverá, con sus
malas obras, llamar Padre al Autor y al Señor de todo bien? Consta que este tal a quien llama Padre no es al Señor de los ejércitos, sino al adversario, cuyas obras realiza.
Oh hombre, ¿llamas Padre a Dios? Muy bien dicho, pues es Padre y Autor de todos nosotros: pero date prisa en cumplir aquellos deberes que agraden a tu Padre. Si, por el contrario, tus obras son malas, es evidente que invocas al diablo como padre, pues él es el jefe de los malos. Por tanto huye inmediatamente de él, y trata de agradar a tu buen Padre y procreador tuyo.
Santificado sea tu nombre. El nombre es el del Hijo de Dios y que nosotros llevamos. El es Cristo y, nosotros, cristianos, y de su nombre hemos derivado nuestro apellido. Cierto, Dios es realmente santo: lo que pedimos es que su
nombre sea santificado en nosotros, lo cual constituye nuestra propia tarea en perfecto acuerdo con la razón: haga santo y absolutamente puro nuestro cuerpo, para que sea hallado irreprochable el día del juicio. ¿Es que tal vez Dios no es santo? Evidentemente que lo es; pero tú oras:
Santificado sea tu nombre en mí,
para que los hombres vean mis buenas obras y te den gloria a ti, Padre y hacedor mío.
Venga a nosotros tu reino. El reino de Dios es el Espíritu Santo. Lo dice el mismo Señor: El reino de Dios está dentro de vosotros. En efecto, al Espíritu Santo, juntamente con el Padre y con el Hijo, le corresponde reinar, pues él santifica e ilumina a las potestades espirituales y angélicas, a los ejércitos
celestiales y a todo hombre que viene al mundo y cree en el nombre del Padre, y
del Hijo, y del Espíritu Santo. El es realmente Rey de la tierra, de todo lo visible e invisible. Pero así como una ciudad asediada por el enemigo pide refuerzos al rey, así también nosotros, asediados por los poderes adversos y por los pecados, recurrimos a Dios en busca de auxilio para que nos libere. ¿Lo llamas Rey?
Conviértete en soldado espiritual, de forma que agrades al Rey que te ha enrolado en su ejército. Y ¿qué? ¿Es que Dios no es rey, dado que su reino está por venir? Ciertamente es un rey universal. Pero así como una ciudad
asediada... (según el ejemplo antes alegado). Otra explicación: al decir el profeta: Dios reinó sobre las naciones, empleando el pretérito en lugar del futuro, por esta razón rezamos a grandes voces:
Venga a nosotros tu reino,
Señor, sobre nosotros que somos las naciones.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. La voluntad de Dios Padre es la economía de su Hijo. En el cielo, los ángeles viven en la concordia y en la común armonía: por eso, también nosotros buscamos vivir en un amor sincero. Todo cuanto quieres y persigues, se hace en el cielo: haz lo posible para que esto mismo se haga en la tierra. El sentido es éste: Señor, así como en el cielo se hace tu voluntad, y todos los ángeles viven en paz, y no hay entre ellos ni agredido ni agresor, no hay ni ofendido ni ofensor, no hay quien declare la guerra ni quien la sufra, sino que todos te glorifican en medio de una profunda tranquilidad, paralelamente hágase tu voluntad también entre nosotros los
hombres que habitamos la tierra, para que todas las naciones, a una voz y con un solo corazón, te glorifiquemos a ti, hacedor y Padre de todos nosotros.