domingo, 7 de septiembre de 2025

DOCTORES DE LA IGLESIA


 


DOMINGO, XXIII SEMANA

San León Magno Sermón sobre las bienaventuranzas 95,6-8

LA SABIDURÍA CRISTIANA

Después de esto el Señor prosiguió diciendo: Dichosos los que tienen hambre y sed de ser justos, porque ellos quedarán saciados. Esta hambre no desea nada corporal, esta sed no apetece nada terreno; el bien del que anhela saciarse consiste en la justicia, y el objeto por el que suspira es penetrar en el conocimiento de los misterios ocultos, hasta saciarse del mismo Dios.

Feliz el alma que ambiciona este manjar y anhela esta bebida; ciertamente no la desearía si no hubiera gustado ya antes de su suavidad. De esta dulzura el alma recibió ya una pregustación al oír al profeta que le decía: Gustad y ved qué bueno es el Señor; con esta pregustación tanto se inflamó en el amor de los placeres castos que, abandonando todas las cosas temporales, sólo puso ya su afecto en comer y beber la justicia, adhiriéndose a aquel primer mandamiento que dice: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Porque amar la justicia no es otra cosa sino amar a Dios.

Y como este amor de Dios va siempre unido al amor que se interesa por el bien del prójimo, el hambre de justicia se ve acompañada de la virtud de la misericordia; por ello se añade a continuación: Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Reconoce, oh cristiano, la altísima dignidad de esta tu sabiduría, y entiende bien cuál ha de ser tu conducta y cuáles los premios que se te prometen. La misericordia quiere que seas misericordioso, la justicia desea que seas justo, pues el Creador quiere verse reflejado en su creatura y Dios quiere ver reproducida su imagen en el espejo del corazón humano, mediante la imitación que tú realizas de las obras divinas. No quedará frustrada la fe de los que así obran, tus deseos llegarán a ser realidad y gozarás eternamente de aquello que es el objeto de tu amor.
Y porque todo será limpio para ti, a causa de la limosna, llegarás también a gozar de aquella otra bienaventuranza que te promete el Señor, como consecuencia de lo que hasta aquí se te ha dicho: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Gran felicidad es ésta, amadísimos hermanos, para la que se prepara un premio tan grande. Pues, ¿qué significa tener limpio el corazón, sino desear las virtudes de que antes hemos hablado? ¿Qué inteligencia puede llegar a concebir o qué palabras lograrán explicar la grandeza de una felicidad que consiste en ver a Dios? Y es esto precisamente lo que se realizará cuando la naturaleza humana se transforme y podamos contemplar la divinidad no como en un espejo y borrosamente, sino cara a cara, viendo tal como es a aquel a quien ningún hombre jamás contempló; entonces lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo alcanzaremos en el gozo inefable de una contemplación eterna.

REFLEXIÓN

Hay que empezar por el fin, al menos alguna vez en la vida. Dónde queremos ir a parar con todo esto? A qué fin le tiramos? El cielo, las moradas, que nos están esperando han de movilizar desde el principio de todo para que nos sea claro que pretendemos. No está de moda ser bueno, y hay todo tipo de caricaturas y burlas de lo que tradicionalmente significaba seguir el buen camino. Más de uno esas burlas lo han apeado, y avergonzado , y confundido. Pero está en nuestras manos mirar el fin y de esa claridad recibir las fuerzas para seguir peregrinando.

Homilía del Papa León XIV en la Misa de canonización de Pier Giorgio Frassati y Carlo Acutis

Queridos hermanos y hermanas: 

En la primera lectura hemos escuchado una pregunta: "[Señor,] ¿y quién habría conocido tu  voluntad si tú mismo no hubieras dado la Sabiduría y enviado desde lo alto tu santo espíritu?"  (Sab 9,17). La hemos oído después de que dos jóvenes beatos, Pier Giorgio Frassati y Carlo Acutis,  fueran proclamados santos, y eso es providencial. En el libro de la Sabiduría, esta pregunta está  atribuida precisamente a un joven como ellos: el rey Salomón. Cuando murió David, su padre, él se  dio cuenta de que disponía de muchas cosas: el poder, la riqueza, la salud, la juventud, la belleza, el  reino. Pero esta gran abundancia de medios le había hecho surgir una pregunta en su corazón: “¿Qué debo hacer para que nada se pierda?”. 

Y había entendido que el único camino para encontrar una  respuesta era pedir a Dios un don aún mayor: su Sabiduría, para poder conocer sus proyectos y adherir  a ellos fielmente. Se dio cuenta, en efecto, que de ese modo todas las cosas encontrarían su lugar en  el gran designio del Señor. Sí, porque el riesgo más grande de la vida es desaprovecharla fuera del  proyecto de Dios. 

También Jesús, en el Evangelio, nos habla de un proyecto al que adherir hasta el final. Dice:  "El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo" (Lc 14,27); y agrega: "cualquiera  de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo" (v. 33). Es decir, nos  llama a lanzarnos sin vacilar a la aventura que Él nos propone, con la inteligencia y la fuerza que  vienen de su Espíritu y que podemos acoger en la medida en que nos despojamos de nosotros mismos,  de las cosas y de las ideas a las que estamos apegados, para ponernos a la escucha de su palabra. 

Muchos jóvenes, a lo largo de los siglos, tuvieron que afrontar este momento decisivo de la  vida. Pensemos en san Francisco de Asís: como Salomón, también él era joven y rico, y estaba  sediento de gloria y de fama. Por eso partió a la guerra, esperando ser nombrado “caballero” y  revestirse de honores. Pero Jesús se le apareció en el camino y le hizo reflexionar sobre lo que estaba  haciendo. Vuelto en sí, dirigió a Dios una pregunta sencilla: "Señor, ¿qué quieres que haga?".[1] Y a  partir de allí, volviendo sobre sus pasos, comenzó a escribir una historia diferente: la maravillosa  historia de santidad que todos conocemos, despojándose de todo para seguir al Señor (cf. Lc 14,33),  viviendo en pobreza y prefiriendo el amor a los hermanos, especialmente a los más débiles y  pequeños, al oro, a la plata y a las telas preciosas de su padre. 

¡Y cuántos otros santos y santas podríamos recordar! A veces nosotros los representamos  como grandes personajes, olvidando que para ellos todo comenzó cuando, aún jóvenes, respondieron  “sí” a Dios y se entregaron a Él plenamente, sin guardar nada para sí. A este respecto, san Agustín  cuenta que, en el "nudo tortuosísimo y enredadísimo" de su vida, una voz, en lo profundo, le decía:  "Sólo a ti quiero". Y, de esa manera, Dios le dio una nueva dirección, un nuevo camino, una nueva  lógica, donde nada de su existencia estuvo perdido. 

En este marco, contemplamos hoy a san Pier Giorgio Frassati y a san Carlo Acutis: un joven  de principios del siglo XX y un adolescente de nuestros días, ambos enamorados de Jesús y dispuestos  a dar todo por Él. 

Pier Giorgio encontró al Señor por medio de la escuela y los grupos eclesiales —la Acción  Católica, las Conferencias de San Vicente de Paúl, la F.U.C.I. (Federación Universitaria Católica  Italiana), la Orden Tercera de Santo Domingo— y dio testimonio de ello a través de su alegría de  vivir y de ser cristiano en la oración, en la amistad y en la caridad. Hasta el punto de que, a fuerza de  verlo recorrer las calles de Turín con carritos repletos de ayuda para los pobres, sus amigos lo  llamaban “Empresa de Transportes Frassati”. También hoy, la vida de Pier Giorgio representa una  luz para la espiritualidad laical. Para él la fe no fue una devoción privada; impulsado por la fuerza del  Evangelio y la pertenencia a asociaciones eclesiales, se comprometió generosamente en la sociedad,  dio su contribución en la vida política, se desgastó con ardor al servicio de los pobres. 

Carlo, por su parte, encontró a Jesús en su familia, gracias a sus padres, Andrés y Antonia — presentes hoy aquí con sus dos hermanos, Francesca y Michele— y después en la escuela, también  él, y sobre todo en los sacramentos, celebrados en la comunidad parroquial. De ese modo, creció  integrando naturalmente en sus jornadas de niño y de adolescente la oración, el deporte, el estudio y  la caridad. 

Ambos, Pier Giorgio y Carlo, cultivaron el amor a Dios y a los hermanos a través de medios  sencillos, al alcance de todos: la Santa Misa diaria, la oración, y especialmente la adoración  eucarística. Carlo decía: "Cuando nos ponemos frente al sol, nos bronceamos. Cuando nos ponemos  ante Jesús en la Eucaristía, nos convertimos en santos", y también: "La tristeza es dirigir la mirada  hacia uno mismo, la felicidad es dirigir la mirada hacia Dios. La conversión no es otra cosa que  desviar la mirada desde abajo hacia lo alto. 

Basta un simple movimiento de ojos". Otra cosa esencial  para ellos era la confesión frecuente. Carlo escribió: "A lo único que debemos temer realmente es al  pecado"; y se maravillaba porque —son palabras suyas— "los hombres se preocupan mucho por la belleza del propio cuerpo y no se preocupan, en cambio, por la belleza de su propia alma". Ambos,  además, tenían una gran devoción por los santos y por la Virgen María, y practicaban generosamente  la caridad. Pier Giorgio decía: "Alrededor de los pobres y los enfermos veo una luz que nosotros no  tenemos". Llamaba a la caridad “el fundamento de nuestra religión” y, como Carlo, la ejercitaba  sobre todo por medio de pequeños gestos concretos, a menudo escondidos, viviendo lo que el Papa  Francisco ha llamado "la santidad “de la puerta de al lado”" (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 7). 

Incluso cuando los aquejó la enfermedad y esta fue deteriorando sus jóvenes vidas, ni siquiera eso los  detuvo ni les impidió amar, ofrecerse a Dios, bendecirlo y pedirle por ellos y por todos. Un día Pier  Giorgio dijo: "El día de mi muerte será el día más bello de mi vida";[4] y en su última foto, que lo  retrata mientras escalaba una montaña de Val di Lanzo, con el rostro dirigido a la meta, había  escrito: "Hacia lo alto".[5] Por otra parte, a Carlo, siendo aún más joven, le gustaba decir que el cielo  nos espera desde siempre, y que amar el mañana es dar hoy nuestro mejor fruto. 

Queridos amigos, los santos Pier Giorgio Frassati y Carlo Acutis son una invitación para todos  nosotros, sobre todo para los jóvenes, a no malgastar la vida, sino a orientarla hacia lo alto y hacer de  ella una obra maestra. Nos animan con sus palabras: “No yo, sino Dios”, decía Carlo. Y Pier Giorgio:  “Si tienes a Dios como centro de todas tus acciones, entonces llegarás hasta el final”. Esta es la  fórmula, sencilla pero segura, de su santidad. Y es también el testimonio que estamos llamados a  imitar para disfrutar la vida al máximo e ir al encuentro del Señor en la fiesta del cielo.

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