Lunes, II semana
De la vida de san Antonio, escrita por san Atanasio, obispo
(Cap. 2-4: PG 26, 842-846) LA VOCACIÓN DE SAN ANTONIO
Cuando murieron sus padres, Antonio tenía unos dieciocho o veinte años, y quedó
él solo con su única hermana, pequeña aún, teniendo que encargarse de la casa y
del cuidado de su hermana.
Habían transcurrido apenas seis meses de la muerte de sus padres, cuando un día
en que se dirigía, según costumbre, a la iglesia, iba pensando en su interior
cómo los apóstoles lo habían dejado todo para seguir al Salvador, y cómo, según
narran los Hechos de los apóstoles, muchos vendían sus posesiones y ponían el
precio de la venta a los pies de los apóstoles para que lo repartieran entre
los pobres; pensaba también en la magnitud de la esperanza que para éstos
estaba reservada en el cielo; imbuido de esos pensamientos, entró en la
iglesia, y dio la casualidad de que en aquel momento estaban leyendo aquellas
palabras del Señor en el Evangelio: Si quieres ser perfecto, ve a vender lo que
tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y
sígueme. Entonces Antonio, como si Dios le hubiese infundido el recuerdo de lo
que habían hecho los santos y como si aquellas palabras hubiesen sido leídas
especialmente para él, salió en seguida de la iglesia e hizo donación a los
aldeanos de las posesiones heredadas de sus padres (tenía trescientas parcelas
fértiles y muy hermosas), con el fin de evitar toda inquietud para sí y para su
hermana. Vendió también todos sus bienes muebles, y repartió entre los pobres
la considerable cantidad resultante de esta venta, reservando sólo una pequeña
parte para su hermana. Habiendo vuelto a entrar en la iglesia, oyó aquellas
palabras del Señor en el Evangelio: No os inquietéis por el día siguiente.
Saliendo otra vez, dio a los necesitados incluso lo poco que se había
reservado, ya que no soportaba que quedase en su poder ni la más mínima
cantidad. Encomendó su hermana a una vírgenes que él sabía eran de confianza y
cuidó de que recibiese una conveniente educación; en cuanto a él, a partir de
entonces, libre ya de cuidados ajenos, emprendió en frente de su misma casa una
vida de ascetismo y de intensa mortificación. Trabajaba con sus propias manos,
ya que conocía aquella afirmación de la Escritura: Si alguno no quiere
trabajar, que tampoco coma; lo que ganaba con su trabajo lo destinaba parte a
su propio sustento, parte a los pobres. Oraba con mucha frecuencia, ya que
había aprendido que es necesario retirarse para orar sin cesar; en efecto,
ponía tanta atención en la lectura, que retenía todo lo que había leído, hasta
tal punto que llegó un momento en que su memoria suplía los libros.
Todos los habitantes del lugar, y todos los hombres honrados, cuya compañía
frecuentaba, al ver su conducta, lo llamaban amigo de Dios; y todos lo amaban
como a un hijo o como a un hermano.
REFLEXIÓN
En nuestro tiempo se discutiría si el santo tenía derecho a disponer de los bienes que corresponderían a su hermana, porque ella también tendría derechos: mínimo a ser consultada y respetada. No nos convenceríamos que pudiéramos medir la necesidad de otros en base a la exigua nuestra. Quizás estaríamos más de acuerdo en que el santo viviera según lo que había pregonado y anunciado: en pobreza y mortificación. Sólo entonces nos inclinaríamos a tener en cuenta su estilo de vida como admirable y poco usual. Porque vivimos un momento en el que se han multiplicado las demandas por los derechos conculcados, entre ellos de las mujeres, también dueñas de su propio destino. Y vivimos en un momento de extremo individualismo, en el que aunque recibamos buenos ejemplos, somos indiferentes porque cada uno debe ser respetado en lo que hace y no criticar. Así usamos nuestro ethos actual para juzgar el ethos del pasado. Lo cual no parece ajustado a verdad. Pero queda la lección que toda la Iglesia siguiendo el Evangelio de Jesús de Nazareth está llamada a un seguimiento en conciencia, aunque sea contra cultura.