Domingo, XIV
San Agustín
Sermón 19,2-3 Yo reconozco mi culpa, dice el salmista.
Si
yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la
presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de
nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio
son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de
los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al
no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás.
No es así cómo nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que
dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así
ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de
manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se
perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.
¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios
te sea propicio.
REFLEXIÓN
No se avanza mucho en el
mutuo entendimiento de personas , grupos o pueblos por esta falla congénita de
ausencia de reconocimiento de la propia culpa, la autocrítica. Que también
puede ser simulada y manipulada, pero así cualquier cosa. Sin este honesto
reconocimiento, no hay forma de apaciguarnos, e iniciar la conversión de unos
con otros.
Atiende
a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera
un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del
sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación?
¿Que dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un
holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un
espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias.
Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de
ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio.
Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios. Si te
ofreciera un holocausto –dice–, no lo querrías. Si no quieres, pues,
holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un
espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias.
Éste es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares
navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en
tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar.
REFLEXIÓN
El sacrificio del corazón
quebrantado, no lleva a la desaparición sino a la vida. Es morir para vivir, en
un sentido más profundo y amistoso con Dios. Porque compartimos como Dios su
aversión por el daño.
Y
no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh
Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro hay que
quebrantar antes el impuro. Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando
pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de
pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le
disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te
disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.