Del tratado de san Fulgencio de Ruspe, obispo, contra Fabiano(Cap. 28,16-19: CCL 91 A, 813-814)
LA PARTICIPACIÓN DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO NOS SANTIFICA
Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aquello mismo que nos mandó el
Salvador; así nos lo atestigua el Apóstol, al decir: El Señor Jesús, en la noche en que iban
a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi
cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía". Lo mismo hizo con el
cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre;
haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía". Por eso, cada vez que coméis de
este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para proclamar la muerte del Señor y para
reavivar, con esta conmemoración, la memoria de aquel que por nosotros entregó su
propia vida. Ha sido el mismo Señor quien ha dicho: Nadie tiene amor más grande que el
que da la vida por sus amigos. Y, porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos
conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y
nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a
Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros
propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para
nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo; así, imitando la muerte de
nuestro Señor, como Cristo murió al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir
para Dios, también nosotros andemos en una vida nueva, y, llenos de caridad, muertos
para el pecado vivamos para Dios.
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se
nos ha dado, y la participación del cuerpo y sangre de Cristo, cuando comemos el pan y
bebemos el cáliz, nos lo recuerda, insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos
morir al mundo y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando
nuestra carne con sus concupiscencias y pecados.
Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no
lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del
amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y,
revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la
carne ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo,
beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien
entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando
poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo
que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio.