Lunes, XXVII semana
San Ambrosio Tratado sobre Caín y Abel 1,9,34.38-39
Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza,
cumple tus votos al Altísimo. Alabar a Dios es lo mismo que hacer votos y
cumplirlos. Por eso, se nos dio a todos como modelo aquel samaritano que, al
verse curado de la lepra juntamente con los otros nueve leprosos que
obedecieron la palabra del Señor, volvió de nuevo al encuentro de Cristo y fue
el único que glorificó a Dios, dándole gracias. De él dijo Jesús: No ha vuelto
más que este extranjero para dar gloria a Dios. Y le dijo: «Levántate, vete: tu
fe te ha salvado». Con esto el Señor Jesús en su enseñanza divina te mostró,
por una parte, la bondad de Dios Padre y, por otra, te insinuó la conveniencia
de orar con intensidad y frecuencia: te mostró la bondad del Padre, haciéndote
ver cómo complace en darnos sus bienes, para que con ello aprendas a pedir
bienes al que es el mismo bien; te mostró la conveniencia de orar con
intensidad y frecuencia, no para que tú repitas sin cesar y mecánicamente
fórmulas de oración, sino para que adquieras el espíritu de orar asiduamente.
Porque, con frecuencia, las largas oraciones van acompañadas de vanagloria, y
la oración continuamente interrumpida tiene como compañera la desidia. Luego te
amonesta también el Señor a que pongas el máximo interés en perdonar a los
demás cuando tú pides perdón de tus propias culpas; con ello, tu oración se
hace recomendable por tus obras
REFLEXIÓN
La oración, cualquiera
forma que adopte, tiene una sede: el corazón, el centro del Santo de los Santos
en nuestra persona, no únicamente en nuestra dimensión interna sino en la
totalidad de nuestra existencia libre y voluntaria. Allí donde nos rendimos,
nos confesamos con sinceridad y lealtad, donde nos entregamos sin reservarnos
nada, donde fraguamos en medio de muchos conflictos a veces, la buena acción,
el seguimiento generoso, la dedicación que se olvida de sí mismo, donde
permanece el reino de Dios en nosotros, lejos del amor propio, querer e
interés.