Martes, VII semana
San Gregorio de Nisa De las homilías sobre el libro del Eclesiastés 6
Tiene su tiempo –leemos– el nacer y su tiempo el morir. Bellamente comienza yuxtaponiendo estos dos hechos inseparables, el nacimiento y la muerte. Después del nacimiento, en efecto, viene inevitablemente la muerte, ya que toda nueva vida tiene por fin necesario la disolución de la muerte. Tiene su tiempo –dice– el nacer y su tiempo el morir. ¡Ojalá se me conceda también a mí el nacer a su tiempo y el morir oportunamente! Pues nadie debe pensar que el Eclesiastés habla aquí del nacimiento involuntario y de la muerte natural, como si en ello pudiera haber algún mérito. Porque el nacimiento no depende de la voluntad de la mujer, ni la muerte del libre albedrío del que muere. Y lo que no depende de nuestra voluntad no puede ser llamado virtud ni vicio. Hay que entender esta afirmación, pues, del nacimiento y muerte oportunos.
REFLEXIÓN
No obstante los cálculos aproximados hay que admitir que nadie, ni los médicos dominan el día, hora, minuto y segundo de un nacimiento común, no por cesárea. Y lo mismo con la muerte. Se puede decir que , por ahora, sigue escapándose de la omnisciencia ese cálculo. Y es posible hablar de una entrega donada, no arrancada por fuerza.
Según mi entender, el nacimiento es a tiempo y no abortivo cuando, como dice Isaías, aquel que ha concebido del temor de Dios engendra su propia salvación con los dolores de parto del alma. Somos, en cierto modo, padres de nosotros mismos cuando, por la buena disposición de nuestro espíritu y por nuestro libre albedrío, nos formamos a nosotros mismos, nos engendramos, nos damos a luz. Esto hacemos cuando aceptamos a Dios en nosotros, hechos hijos de Dios, hijos de la virtud, hijos del Altísimo.
REFLEXIÓN
Autores de nuestro destino podemos ser si nos auto-concebimos en fe, porque fe y libertad van de la mano. Y lo mismo cuando vamos gestando su crecimiento. Hasta que por fe rendimos nuestra vida en acción de gracias por la muerte.
Por el contrario, nos damos a luz abortivamente y nos hacemos imperfectos y nacidos fuera de tiempo cuando no está formada en nosotros lo que el Apóstol llama la forma de Cristo. Conviene, por tanto, que el hombre de Dios sea íntegro y perfecto. Así, pues, queda claro de qué manera nacemos a su tiempo y, en el mismo sentido, queda claro también de qué manera morimos a su tiempo y de qué manera, para san Pablo, cualquier tiempo era oportuno para una buena muerte. Él, en efecto, en sus escritos, exclama a modo de conjuro: Por el orgullo que siento por vosotros, cada día estoy al borde de la muerte, y también: Por tu causa nos degüellan cada día. Y también nosotros nos hemos enfrentado con la muerte. No se nos oculta, pues, en qué sentido Pablo estaba cada día al borde de la muerte: él nunca vivió para el pecado, mortificó siempre sus miembros carnales, llevó siempre en sí mismo la mortificación del cuerpo de Cristo, estuvo siempre crucificado con Cristo, no vivió nunca para sí mismo, sino que Cristo vivía en él.
REFLEXIÓN
un momento en el pensar cristiano que se sobrevaloró la carne como representativa del pecado, en su versión erótica. Más otra línea nos lleva a la carne como debilidad, que requiere fortaleza, y así el pecado es sinónimo de debilidad para cosas del Espíritu, quien fortalece.
Ésta, a mi juicio, es la muerte oportuna, la que alcanza la vida verdadera. Yo –dice el Señor– doy la muerte y la vida, para que estemos convencidos de que estar muertos al pecado y vivos en el espíritu es un verdadero don de Dios. Porque el oráculo divino nos asegura que es él quien, a través de la muerte, nos da la vida.