San Fulgencio de RuspeTratado contra Fabiano 28,16-19
Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aquello mismo que
nos mandó el Salvador; así nos lo atestigua el Apóstol, al decir: El Señor
Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando
la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega
por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz,
después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con
mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mí
a». Por
eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáisla
muerte del Señor, hasta que vuelva.
Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para proclamar la muerte del
Señor y para reavivar, con esta conmemoración, la memoria de aquel
que por nosotros entregó su propia vida. Ha sido el mismo Señor quien
ha dicho: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos. Y, porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos
conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga
el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente
que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por
nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios
corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado
para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo;
así, imitando la muerte de nuestro Señor, como Cristo murió al pecado
de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios, también
nosotros andemos en una vida nueva, y, llenos de caridad, muertos para
el pecado vivamos para Dios.
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el
Espíritu Santo que se nos ha dado, y la participación del cuerpo y sangre
de Cristo, cuando comemos el pan y bebemos el cáliz, nos lo recuerda,
insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos morir al mundo
y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando
nuestra carne con sus concupiscencias y pecados.
Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su
prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal,
deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con
el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro
Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne
ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este
modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la
cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada
le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad,
llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que
sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio.