lunes, 16 de octubre de 2023

BEATO CARLO

 
San Fulgencio de Ruspe
Tratado contra Fabiano 28,16-19

Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aquello mismo que

nos mandó el Salvador; así nos lo atestigua el Apóstol, al decir: El Señor

Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando

la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega

por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz,

después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con

mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mí
a». Por

eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáisla

muerte del Señor, hasta que vuelva.

Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para proclamar la muerte del

Señor y para reavivar, con esta conmemoración, la memoria de aquel

que por nosotros entregó su propia vida. Ha sido el mismo Señor quien

ha dicho: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus

amigos. Y, porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos

conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga

el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente

que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por

nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios

corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado

para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo;

así, imitando la muerte de nuestro Señor, como Cristo murió al pecado

de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios, también

nosotros andemos en una vida nueva, y, llenos de caridad, muertos para

el pecado vivamos para Dios.

El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el

Espíritu Santo que se nos ha dado, y la participación del cuerpo y sangre

de Cristo, cuando comemos el pan y bebemos el cáliz, nos lo recuerda,

insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos morir al mundo

y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando

nuestra carne con sus concupiscencias y pecados.

 Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su

prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal,

deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con

el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro

Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne

ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este

modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la

cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada

le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad,

llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que

sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio.

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