BEATO CARLO
De la Exhortación a los paganos de san Clemente de Alejandría obispo
(Cap 11: PG 8, 230-234)
Acojamos la luz y hagámonos discípulos del Señor
La norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. Recibe a Cristo, recibe la
facultad de ver, recibe la luz, para que conozcas a fondo a Dios y al hombre. El
Verbo, por el que hemos sido iluminados, es más precioso que el oro, más que
el oro fino; más dulce que la miel de un panal que destila. Y ¿cómo no va a ser
deseable el que ha iluminado la mente envuelta en tinieblas y ha agudizado los
ojos del alma portadores de luz?
Lo mismo que sin el sol, los demás astros dejarían al mundo sumido en la
noche, así también, si no hubiésemos conocido al Verbo y no hubiéramos sido
iluminados por él, en nada nos diferenciaríamos de los volátiles, que son
engordados en la oscuridad y destinados a la matanza. Acojamos, pues, la luz,
para poder dar acogida también a Dios. Acojamos la luz y hagámonos discípulos
del Señor. Pues él ha hecho esta promesa al Padre: Contaré tu fama a mis
hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Alábalo, por favor, y cuéntame
la fama de tu Padre. Tus palabras me traen la salud. Tu cántico me instruirá.
Hasta el presente he andado a la deriva en mi búsqueda de Dios; pero si eres tú,
Señor, el que me iluminas y por tu medio encuentro a Dios y gracias a ti recibo
al Padre, me convierto en tu coheredero, pues no te avergüenzas de llamarme
hermano tuyo.
Pongamos, pues, fin, pongamos fin al olvido de la verdad; despojémonos de
la ignorancia y de la oscuridad que, cual nube, ofuscan nuestros ojos, y
contemplemos al que es realmente Dios, después de haber previamente hecho
subir hasta él esta exclamación: «Salve, oh luz». Una luz del cielo ha brillado
ante nosotros, que antes vivíamos como encerrados y sepultados en la tiniebla y
sombra de muerte; una luz más clara que el sol y más agradable que la misma
vida. Esta luz es la vida eterna y los que de ella participan tienen vida
abundante. La noche huye ante esta luz y, como escondiéndose medrosa, cede
ante el día del Señor. Esta luz ilumina el universo entero y nada ni nadie puede
apagarla; el occidente tenebroso cree en esta luz que llega de oriente.
Es esto lo que nos trae y revela la nueva creación: el Sol de justicia se levanta
ahora sobre el universo entero, ilumina por igual a todo el género humano,
haciendo que el rocío de la verdad descienda sobre todos, imitando con ello a su
Padre, que hace salir el sol sobre todos los hombres. Este Sol de justicia traslada
el tenebroso occidente llevándolo a la claridad del oriente, clava a la muerte en
la cruz y la convierte en vida; arrancando al hombre de la corrupción lo
encumbra hasta el cielo; él cambia la corrupción en incorrupción, y transforma
la tierra en cielo, él el labrador de Dios, portador de signos favorables, que incita a los pueblos al bien y les recuerda las normas para vivir según la verdad; él nos ha gratificado con una herencia realmente magnífica, divina, inamisible; él diviniza al hombre mediante una doctrina celestial, metiendo su ley en su pecho y escribiéndola en su corazón. ¿De qué leyes se trata?, porque todos conocerán a Dios, desde el pequeño al grande; les seré propicio —dice Dios—, y no recordaré sus pecados.
Recibamos las leyes de vida; obedezcamos la exhortación de Dios.
Aprendamos a conocerle, para que nos sea propicio. Ofrezcámosle, aunque no lo necesita, el salario de nuestro reconocimiento, de nuestra docilidad, cual si se
tratara del alquiler debido a Dios por nuestra morada aquí en la tierra.
De la Exhortación a los paganos de san Clemente de Alejandría obispo
(Cap 11: PG 8, 230-234)
Acojamos la luz y hagámonos discípulos del Señor
La norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. Recibe a Cristo, recibe la
facultad de ver, recibe la luz, para que conozcas a fondo a Dios y al hombre. El
Verbo, por el que hemos sido iluminados, es más precioso que el oro, más que
el oro fino; más dulce que la miel de un panal que destila. Y ¿cómo no va a ser
deseable el que ha iluminado la mente envuelta en tinieblas y ha agudizado los
ojos del alma portadores de luz?
Lo mismo que sin el sol, los demás astros dejarían al mundo sumido en la
noche, así también, si no hubiésemos conocido al Verbo y no hubiéramos sido
iluminados por él, en nada nos diferenciaríamos de los volátiles, que son
engordados en la oscuridad y destinados a la matanza. Acojamos, pues, la luz,
para poder dar acogida también a Dios. Acojamos la luz y hagámonos discípulos
del Señor. Pues él ha hecho esta promesa al Padre: Contaré tu fama a mis
hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Alábalo, por favor, y cuéntame
la fama de tu Padre. Tus palabras me traen la salud. Tu cántico me instruirá.
Hasta el presente he andado a la deriva en mi búsqueda de Dios; pero si eres tú,
Señor, el que me iluminas y por tu medio encuentro a Dios y gracias a ti recibo
al Padre, me convierto en tu coheredero, pues no te avergüenzas de llamarme
hermano tuyo.
Pongamos, pues, fin, pongamos fin al olvido de la verdad; despojémonos de
la ignorancia y de la oscuridad que, cual nube, ofuscan nuestros ojos, y
contemplemos al que es realmente Dios, después de haber previamente hecho
subir hasta él esta exclamación: «Salve, oh luz». Una luz del cielo ha brillado
ante nosotros, que antes vivíamos como encerrados y sepultados en la tiniebla y
sombra de muerte; una luz más clara que el sol y más agradable que la misma
vida. Esta luz es la vida eterna y los que de ella participan tienen vida
abundante. La noche huye ante esta luz y, como escondiéndose medrosa, cede
ante el día del Señor. Esta luz ilumina el universo entero y nada ni nadie puede
apagarla; el occidente tenebroso cree en esta luz que llega de oriente.
Es esto lo que nos trae y revela la nueva creación: el Sol de justicia se levanta
ahora sobre el universo entero, ilumina por igual a todo el género humano,
haciendo que el rocío de la verdad descienda sobre todos, imitando con ello a su
Padre, que hace salir el sol sobre todos los hombres. Este Sol de justicia traslada
el tenebroso occidente llevándolo a la claridad del oriente, clava a la muerte en
la cruz y la convierte en vida; arrancando al hombre de la corrupción lo
encumbra hasta el cielo; él cambia la corrupción en incorrupción, y transforma
la tierra en cielo, él el labrador de Dios, portador de signos favorables, que incita a los pueblos al bien y les recuerda las normas para vivir según la verdad; él nos ha gratificado con una herencia realmente magnífica, divina, inamisible; él diviniza al hombre mediante una doctrina celestial, metiendo su ley en su pecho y escribiéndola en su corazón. ¿De qué leyes se trata?, porque todos conocerán a Dios, desde el pequeño al grande; les seré propicio —dice Dios—, y no recordaré sus pecados.
Recibamos las leyes de vida; obedezcamos la exhortación de Dios.
Aprendamos a conocerle, para que nos sea propicio. Ofrezcámosle, aunque no lo necesita, el salario de nuestro reconocimiento, de nuestra docilidad, cual si se
tratara del alquiler debido a Dios por nuestra morada aquí en la tierra.
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