DOCTORES DE LA IGLESIA
SÁBADO, XXXI SEMANA
Guillermo de san Teodorico, Sobre la contemplación de Dios
(10: SC 61, 91-94)
La palabra todopoderosa vino desde el trono real
¿Cuál es tu salvación, Señor, origen de la salvación, y cuál tu bendición sobre tu pueblo, sino el hecho de que hemos recibido de ti el don de amarte y de ser por ti amados? Por esto has querido, Señor, que el hijo de tu diestra, el hombre que has confirmado para ti, sea llamado Jesús, es decir, Salvador, porque él
salvará a su pueblo de los pecados, y ningún otro puede salvar; él nos ha enseñado a amarlo cuando, antes que nadie, nos ha amado hasta la muerte en la cruz. Por su amor y afecto suscita en nosotros el amor hacia él, que fue el primero en amarnos hasta el extremo. Esta es la justicia vigente entre los
hombres: Ámame, porque yo te amo. Raro será el que pueda decir: Te amo, para que me ames.
Es lo que tú hiciste. Tú que —como grita y predica el siervo de tu amor— nos has amado primero. Así es, desde luego: tú nos amaste primero, para que nosotros te amáramos. No es que tengas necesidad de ser amado por nosotros; pero nos habías hecho para algo que no podíamos ser sin amarte. Por eso, habiendo hablado antiguamente a nuestros padres por los profetas, en distintas
ocasiones y de muchas maneras, en estos últimos días nos has hablado por medio del Hijo, tu Palabra, por quien los cielos han sido hechos, y cuyo aliento produjo sus ejércitos.
Para ti, hablar por medio de tu Hijo no significó otra cosa que poner a meridiana luz, es decir, manifestar abiertamente, cuánto y cómo nos amaste, tú que no perdonaste a tu propio Hijo, sino que lo entregaste por todos nosotros.
El también nos amó y se entregó por nosotros. Tal es la Palabra que tú nos dirigiste, Señor: el Verbo todopoderoso, que, en medio del silencio que mantenían todos los seres —es decir, el abismo del error—, vino desde el trono real como inflexible debelador del error, como dulce propugnador del amor.
Y todo lo que hizo, todo lo que dijo sobre la tierra, hasta los oprobios, los salivazos y las bofetadas, hasta la cruz y el sepulcro, no fue otra cosa que la palabra que tú nos dirigías por medio de tu Hijo, provocando y suscitando, con tu amor, nuestro amor hacia ti.
Sabías, en efecto, Dios creador de las almas, que las almas de los hombres no pueden ser constreñidas a este afecto, sino que conviene estimularlo; porque donde hay coacción, no hay libertad, y donde no hay libertad, tampoco existe justicia. Y tú, Señor, que eres justo, querías salvarnos justamente, tú que a nadie
salvas o condenas sino justamente; tú que defiendes nuestra causa y nuestro derecho, sentado en tu trono para juzgar según justicia, pero según la justicia que tú creaste; con esto se les tapa la boca a todos y el mundo entero queda convicto ante Dios, pues tú te compadeces de quien quieres, y favoreces a quien quieres.
Quisiste, pues, que te amáramos los que no podíamos ser salvados justamente, si no te hubiéramos amado; y no hubiéramos podido amarte sin que este amor procediera de ti. Así pues, Señor, como dice el apóstol de tu amor, y
como ya hemos dicho, Tú nos amaste primero; y te adelantas en el amor a todos los que te aman.
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