Miércoles II
San Agustín Comentario sobre los salmos 109,1-3
Por medio de
éste había de mostrarnos y ofrecernos el camino por donde nos llevaría al fin
prometido. Poco hubiera sido para Dios haber hecho a su Hijo manifestador del
camino. Por eso, le hizo camino, para que, bajo su guía, pudieras caminar por
él. Debía, pues, ser anunciado el unigénito Hijo de Dios en todos sus detalles:
en que había de venir a los hombres y asumir lo humano, y, por lo asumido, ser
hombre, morir y resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y
cumplir entre las gentes lo que prometió. Y, después del cumplimiento de sus
promesas, también cumpliría su anuncio de una segunda venida, para pedir
cuentas de sus dones, discernir los vasos de ira de los de misericordia, y dar
a los impíos las penas con que amenazó, y a los justos los premios que ofreció.
Todo esto debió ser profetizado, anunciado, encomiado como venidero, para que
no asustase si acontecía de repente, sino que fuera esperado porque primero fue
creído.
REFLEXIÓN
Creer lo qué, esperar cuándo, amar ya. No acabamos de aprender la sistemática de los tiempos que van madurando, porque la ansiedad original nos mata. Porque si la serpiente provocó, fue porque había material ansioso de cumplimiento. Y la ansiedad del deseo realizado corroe la espera e inhibe el amor.De las Cartas de san Ambrosio, obispo
(Carta 2, 1-2. 4-5. 7: PL 16 [edición 1845], 847-881)
EL ATRACTIVO DE TUS PALABRAS HAGA DÚCTIL A TU PUEBLO
Has recibido la carga del sacerdocio. Sentado en la popa de la Iglesia, gobiernas la nave en medio de las olas que la combaten. Mantén firme el timón de la fe, para que las fuertes tormentas de este mundo no te hagan desviar de tu rumbo. El mar es ciertamente grande y dilatado, pero no temas, porque él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.
Por ello no es de extrañar que, en medio de un mundo tan agitado, la Iglesia del Señor, edificada sobre la roca apostólica, permanezca estable y, a pesar de los furiosos embates del mar, resista inconmovible en sus cimientos. Las olas baten contra ella, pero se mantiene firme y, aunque con frecuencia los elementos de este mundo choquen con gran fragor, ella ofrece a los agobiados el seguro puerto de salvación.
Sin embargo, aunque fluctúa en el mar, se desliza por los ríos, principalmente por aquellos ríos de los que dice el salmo: Levantan los ríos su voz. Porque existen unos ríos que manan de aquel que ha tomado de Cristo la bebida y ha recibido el Espíritu de Dios. Éstos son los ríos que, por la abundancia desbordante de la gracia espiritual, levantan su voz.
Y existe también un río que se precipita entre sus santos como un torrente. Y existe un río que, como el correr de las acequias, alegra al alma pacífica y tranquila. Todo aquel que recibe de la plenitud de este río, como Juan Evangelista, como Pedro y Pablo, levanta su voz; y, así como los apóstoles pregonaron por todos los confines de la tierra el mensaje evangélico, así también éste se lanza a anunciar esa Buena Nueva del Señor Jesús. Recibe, pues, de Cristo, para que puedas hablar a los demás. Acoge en ti el agua de Cristo, aquella que alaba al Señor. Recoge el agua proveniente de diversos lugares, la que derraman las nubes de los profetas. Todo aquel que recoge el agua de los montes, el que la hace venir y la bebe de las fuentes, la derrama luego como las nubes. Llena, pues, de esta agua tu interior, para que la tierra de tu corazón quede humedecida y regada por sus propias fuentes.
Para llenarse de esta agua es necesaria una frecuente e inteligente lectura; así, una vez lleno, regarás a los demás. Por esto dice la Escritura: Si las nubes van llenas, vierten lluvia sobre la tierra.
Sean, pues, tus palabras fluidas, claras y transparentes, de modo que tu predicación infunda suavidad en los oídos de tu pueblo y con el atractivo de tus palabras lo hagas dúctil. De este modo te seguirá de buen grado a donde lo lleves.
Tus exhortaciones estén llenas de sabiduría. En este sentido, dice Salomón: Las armas del espíritu son los labios del sabio; y, en otro lugar: Tus labios estén atados por la inteligencia, es decir, que tus sermones brillen por su claridad e inteligencia, y que tus exhortaciones y tratados no tengan necesidad de apoyarse en las afirmaciones de los demás, sino que tus palabras se defiendan con sus propias armas, y que ninguna palabra vana y sin inteligencia salga de tu boca.