Miércoles, VIII semana
San Agustín Confesiones 10,26,37—29,40
Señor, ¿dónde te hallé para conocerte
–porque ciertamente no estabas en mi memoria antes que te conociese–, dónde te
hallé, pues, para conocerte, sino en ti mismo, lo cual estaba muy por encima de
mis fuerzas? Pero esto fue independientemente de todo lugar, pues nos apartamos
y nos acercamos, y, no obstante, esto se lleva a cabo sin importar el lugar.
¡Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te consultan y, a un
mismo tiempo, respondes a todos los que te interrogan sobre las cosas más
diversas. Tú respondes claramente, pero no todos te escuchan con claridad.
Todos te consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre lo que
quieren. Optimo servidor tuyo es el que no atiende tanto a oír de ti lo que él
quisiera, cuanto a querer aquello que de ti escuchare.
REFLEXIÓN
La Verdad de Dios es un
Tú, que buscamos y cuestionamos más que lo que escuchamos. Aplicamos nuestro
uso común ordinario, que es decir, opinar, hablar sin casi descanso. Pero menos
el escuchar y asimilar lo que se nos pueda decir. Dios ama el silencio y es
silencio, en el cual se nos comunica, si estamos abiertos a escuchar.
¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y
tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera
te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú
creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti
aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y
clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi
ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y
ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que
procede de ti.
REFLEXIÓN
El Señor pasa de
incógnito, pero no se queda anónimo, porque quien lo experimenta, sabe que es
Él y que Él es. Es un Amor primero, posicionado en nuestro centro, quizá
olvidado pero disponible.
Cuando yo me adhiera a ti con todo mi ser, ya
no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será realmente viva, llena
toda de ti. Tú, al que llenas de ti, lo elevas, mas, como yo aún no me he
llenado de ti, soy todavía para mí mismo una carga. Contienden mis alegrías,
dignas de ser lloradas, con mis tristezas, dignas de ser aplaudidas, y no sé de
qué parte está la victoria. ¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí!
Contienden también mis tristezas malas con mis gozos buenos, y no sé a quién se
ha de inclinar el triunfo. ¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí! Yo no te
oculto mis llagas. Tú eres médico, y yo estoy enfermo; tú eres misericordioso,
y yo soy miserable. ¿Acaso no está el hombre en la tierra cumpliendo un
servicio? ¿Quién hay que guste de las molestias y trabajos? Tú mandas
tolerarlos, no amarlos. Nadie ama lo que tolera, aunque ame el tolerarlo.
Porque, aunque goce en tolerarlo, más quisiera, sin embargo, que no hubiese qué
tolerar. En las cosas adversas deseo las prósperas, en las cosas prósperas temo
las adversas. ¿Qué lugar intermedio hay entre estas cosas, en el que la vida
humana no sea una lucha? ¡Ay de las prosperidades del mundo, pues están
continuamente amenazadas por el temor de que sobrevenga la adversidad y se
esfume la alegría! ¡Ay de las adversidades del mundo, una, dos y tres veces,
pues están continuamente aguijoneadas por el deseo de la prosperidad, siendo
dura la misma adversidad y poniendo en peligro la paciencia! ¿Acaso no está el
hombre en la tierra cumpliendo sin interrupción un servicio? Pero toda mi
esperanza estriba sólo en tu muy grande misericordia.
REFLEXIÓN
Más que el espacio, la
temporalidad se hace sentir en la existencia humana. Y así se va construyendo
nuestra inestabilidad, aunque disfrutemos largamente de las bondades de la
vida. Y por eso la misericordia del Señor, que es su comprensión y compensación
a nuestra inestabilidad, nos comparte su permanente solidez.
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