Sábado, XXII
San León Magno Sermón sobre las bienaventuranzas 95,4-6
Después de hablar de la pobreza, que
tanta felicidad proporciona, siguió el Señor diciendo: Dichosos los que lloran,
porque ellos serán consolados. Queridísimos hermanos, el llanto al que está
vinculado un consuelo eterno es distinto de la aflicción de este mundo. Los
lamentos que se escuchan en este mundo no hacen dichoso a nadie. Es muy
distinta la razón de ser de los gemidos de los santos, la causa que produce
lágrimas dichosas. La santa tristeza deplora el pecado, el ajeno y el propio. Y
la amargura no es motivada por la manera de actuar de la justicia divina, sino
por la maldad humana. Y, en este sentido, más hay que deplorar la actitud del
que obra mal que la situación del que tiene que sufrir por causa del malvado,
porque al injusto su malicia le hunde en el castigo, en cambio, al justo su
paciencia lo lleva a la gloria. Sigue el Señor: Dichosos los sufridos, porque
ellos heredarán la tierra. Se promete la posesión de la tierra a los sufridos y
mansos, a los humildes y sencillos y a los que están dispuestos a tolerar toda
clase de injusticias.
REFLEXIÓN
Parece deslealtad consigo
y los demás no reconocer que llanto y sufrimiento tienen que ver con males
presentes en nuestro mundo actual. Parece evasión y ensueños negarlo, incluso
no es señal de realismo y pies en la tierra. Para ser bendiciones felices hay
que quitarle el automatismo de un silogismo o la conclusión mágica que así debe
ser porque fue dicho. Se trata como todo en el anuncio evangélico de un don: el
de atravesar felizmente benditos el llanto y la aflicción que nos acompañan en
este mundo, y este don nos vacuna contra la desesperación con a esperanza de
que un régimen alterno y trascendente excederá tan difícil y problemática
existencia en esta realidad.
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