San
Atanasio Carta 14, 1-2
El Verbo,
que por nosotros quiso serlo todo, nuestro Señor Jesucristo, está cerca de
nosotros, ya que él prometió que estaría continuamente a nuestro lado. Dijo en
efecto: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Y, del mismo modo que es a la vez pastor, sumo sacerdote, camino y puerta, ya
que por nosotros quiso serlo todo, así también se nos ha revelado como fiesta y
solemnidad, según aquellas palabras del Apóstol: Ha sido inmolada nuestra
víctima pascual: Cristo; puesto que su persona era la Pascua esperada.
REFLEXIÓN
La base de nuestra expectativa esperanzada por la
cercanía de Jesús, es su promesa de estar a nuestro lado hasta el fin del
mundo. Él que a su vez creyó en la promesa de los Padres de Israel, y en ellos
del propio Dios Padre, quien ha venido prometiendo durante toda la historia de
salvación.
Desde
esta perspectiva, cobran un nuevo sentido aquellas palabras del salmista: Tú
eres mi júbilo: me libras de los males que me rodean. En esto consiste el
verdadero júbilo pascual, la genuina celebración de la gran solemnidad, en
vernos libres de nuestros males; para llegar a ello, tenemos que esforzarnos en
reformar nuestra conducta y en meditar asiduamente, en la quietud del temor de
Dios.
REFLEXIÓN
El júbilo es gratuito, pero recaba un
reconocimiento y elecita un comportamiento congruo, proporcionado. No andan
igual quienes esperan jubilosos que quienes viven sin esperanza. Por eso
nuestro júbilo entraña una condescendencia con el desesperado o la desesperada,
para intentar compartir nuestro júbilo pascual.
Así
también los santos, mientras vivían en este mundo, estaban siempre alegres,
como siempre estuvieran celebrando fiesta; uno de ellos, el bienaventurado
salmista, se levantaba de noche, no una sola vez, sino siete, para hacerse
propicio a Dios con sus plegarias. Otro, el insigne Moisés, expresaba en himnos
y cantos de alabanza su alegría por la victoria obtenida sobre el Faraón y los
demás que habían oprimido a los hebreos con duros trabajos. Otros, finalmente,
vivían entregados con alegría al culto divino, como el gran Samuel y el
bienaventurado Elías; ellos, gracias a sus piadosas costumbres, alcanzaron la
libertad, y ahora celebran en el cielo la fiesta eterna, se alegran de su
antigua peregrinación, realizada en medio de tinieblas, y contemplan ya la
verdad que antes sólo habían vislumbrado. Nosotros, que nos preparamos para la
gran solemnidad, ¿qué camino hemos de seguir? Y, al acercarnos a aquella
fiesta, ¿a quién hemos de tomar por guía? No a otro, amados hermanos, y en esto
estaremos de acuerdo vosotros y yo, no a otro, fuera de nuestro Señor
Jesucristo, el cual dice: Yo soy el camino. Él es, como dice san Juan, el que
quita el pecado del mundo; él es quien purifica nuestras almas, como dice en
cierto lugar el profeta Jeremías: Paraos en los caminos a mirar, preguntad:
«¿Cuál es el buen camino?»; seguidlo, y hallaréis reposo para vuestras almas.
En otro tiempo, la sangre de los machos cabríos y la ceniza de la ternera
esparcida sobre los impuros podía sólo santificar con miras a una pureza legal
externa; mas ahora, por la gracia del Verbo de Dios, obtenemos una limpieza
total; y así en seguida formaremos parte de su escolta y podremos ya desde
ahora como situados en el vestíbulo de la Jerusalén celestial, preludiar
aquella fiesta eterna; como los santos apóstoles, que siguieron al Salvador
como a su guía, y por esto eran, y continúan siendo hoy, los maestros de este
favor divino; ellos decían, en efecto: Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos
seguido. También nosotros nos esforzamos por seguir al Señor no sólo con palabras,
sino también con obras.
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