5 de enero
San Agustín
Sermón 194,3-4
¿Qué ser
humano podría conocer todos los tesoros de sabiduría y de ciencia ocultos en
Cristo y escondidos en la pobreza de su carne? Porque, siendo rico, se hizo
pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza. Pues cuando asumió la
condición mortal y experimentó la muerte, se mostró pobre: pero prometió
riquezas para más adelante, y no perdió las que le habían quitado. ¡Qué
inmensidad la de su dulzura, que escondió para que los que lo temen, y llevó a
cabo para los que esperan en él! Nuestro conocimientos son ahora parciales,
hasta que se cumpla lo que es perfecto. Y para que nos hagamos capaces de
alcanzarlo, él, que era igual al Padre en la forma de Dios, se hizo semejante a
nosotros en la forma de siervo, para reformarnos a semejanza de Dios: y,
convertido en hijo del hombre –él, que era único Hijo de Dios–, convirtió a
muchos hijos de los hombres en hijos de Dios; y, habiendo alimentado a aquellos
siervos con su forma visible de siervo, los hizo libres para que contemplasen
la forma de Dios. Pues ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo
que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque
lo veremos tal cual es.
REFLEXIÓN
La carne de la divinidad en Cristo es lo único que
tenemos para abrirnos paso hasta el Santa Santorum. Pero no la carne que
inventamos con nuestra aproximación estudiosa o imaginativa, sino la que él
mismo nos indicó: su carne en acción de gracias, la eucaristía; su carne en los
pequeños y vulnerables que nos abren las entrañas a la misericordia y la
solidaridad.
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