BEATO CARLO
De la catequesis de san Juan María Vianney, presbítero
Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cris-
tiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto nues-
tro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí
donde está nuestro tesoro.
El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar
y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad
en este mundo.
La oración no es otra cosa que la unión con Dios.
Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios
experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura
que lo embriaga, se siente como rodeado de una luz
admirable. En esta íntima unión, Dios y el alma son
como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya
nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión
de Dios con su pobre creatura; es una felicidad que
supera nuestra comprensión.
Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero
Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él.
Nuestra oración es el incienso que más le agrada.
Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la ora-
ción lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración
es una degustación anticipada del cielo, hace que una
parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin
dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma
y lo endulza todo. En la oración hecha debidamente, se
funden las penas como la nieve ante el sol.
Otro beneficio de la oración es que hace que el tiem-
po transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se
percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bres-
se, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas ha-
bían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas,
durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que
el tiempo se me hacía corto.
Hay personas que se sumergen totalmente en la ora-
ción, como los peces en el agua, porque están totalmente
entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido.
¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco
de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban
con él, del mismo modo que hablamos entre nosotros.
Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos
a la iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir!
Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier per-
sona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos
que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: «Sólo
dos palabras, para deshacerme de ti...» Muchas veces
pienso que, cuando venimos a adorar al Señor, obten-
dríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con
una fe muy viva y un corazón muy puro.