miércoles, 17 de julio de 2024

DOCTORES DE LA IGLESIA




San Agustín de Hipona, Confesiones
(Lib 10, 43, 68-70: CSEL 33, 278-280)
Cristo murió por todos

Señor, el verdadero mediador que por tu secreta misericordia revelaste a los humildes, y lo enviaste para que con su ejemplo aprendiesen la misma humildad, ese mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, apareció en una condición que lo situaba entre los pecadores mortales y el Justo inmortal: pues era mortal en cuanto hombre, y era justo en cuanto Dios. Y así, puesto que la justicia origina la vida y la paz, por medio de esa justicia que le es propia en cuanto que es Dios destruyó la muerte de los impíos al justificarlos, esa muerte que se dignó tener en común con ellos.

¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo entregaste por nosotros, que éramos impíos! ¡Cómo nos amaste a nosotros, por quienes tu Hijo no hizo alarde de ser igual a ti, al contrario, se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz! Siendo como era el único libre entre los muertos, tuvo poder para entregar su vida y tuvo poder para recuperarlaPor nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisamente por ser víctima; por nosotros se hizo ante ti sacerdote y sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en hijos.

Con razón tengo puesta en él la firme esperanza de que sanarás todas mis dolencias por medio de él, que está sentado a tu diestra y que intercede por nosotros; de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son mis dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande es tu medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros.

Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mis miserias, había meditado en mi corazón y decidido huir a la soledad; mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos.

He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda contemplar las maravillas de tu voluntad. Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y del conocer, me redimió con su sangre. No me opriman los insolentes; que yo tengo en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo y, aunque pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que comen de él y son saciados por él. Y alabarán al Señor los que lo buscan.

martes, 16 de julio de 2024

DOCTORES DE LA IGLESIA

DOCTORES DE LA IGLESIA

 


MARTES, XV

San Agustín de Hipona, Confesiones

(Lib 10,1,1—2, 2; 5,7: CSEL 33, 226-227.230-231)

A ti, Señor, me manifiesto tal como soy

Conózcate a ti, Conocedor mío, conózcate a ti como tú me conoces. Fuerza de mi alma, entra en ella y ajústala a ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni arruga. Esta es mi esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando rectamente me gozo. Las demás cosas de esta vida tanto menos se han de llorar cuanto más se las llora, y tanto más se han de deplorar cuanto menos se las deplora. He aquí que amaste la verdad, porque el que realiza la verdad se acerca a la luz. Yo quiero obrar según ella, delante de ti por esta mi confesión, y delante de muchos testigos por este mi escrito.

Y ciertamente, Señor, a cuyos ojos está siempre desnudo el abismo de la conciencia humana, ¿qué podría haber oculto en mí, aunque yo no te lo quisiera confesar? Lo que haría sería esconderte a ti de mí, no a mí de ti. Pero ahora, que mi gemido es un testimonio de que tengo desagrado de mí, tú brillas y me llenas de contento, y eres amado y deseado por mí, hasta el punto de llegar a avergonzarme y desecharme a mí mismo y de elegirte sólo a ti, de manera que en adelante no podré ya complacerme si no es en ti, ni podré serte grato si no es por ti.

Comoquiera, pues, que yo sea, Señor, manifiesto estoy ante ti. También he dicho ya el fruto que produce en mí esta confesión, porque no la hago con palabras y voces de carne, sino con palabras del alma y clamor de la mente, que son las que tus oídos conocen. Porque, cuando soy malo, confesarte a ti no es otra cosa que tomar disgusto de mí; y cuando soy bueno, confesarte a ti no es otra cosa que no atribuirme eso a mí, porque tú, Señor, bendices al justo; pero antes de ello haces justo al impío. Así, pues, mi confesión en tu presencia, Dios mío, es a la vez callada y clamorosa: callada en cuanto que se hace sin ruido de palabras, pero clamorosa en cuanto al clamor con que clama el afecto.

Tú eres, Señor, el que me juzgas; porque, aunque ninguno de los hombres conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él, con todo, hay algo en el hombre que ignora aun el mismo espíritu que habita dentro de él; pero tú, Señor, conoces todas sus cosas, porque tú lo has hecho. También yo, aunque en tu presencia me desprecie y me tenga por tierra y ceniza, sé algo de ti que ignoro de mí.

Ciertamente ahora te vemos confusamente en un espejo, aún no cara a cara; y así, mientras peregrino fuera de ti, me siento más presente a mí mismo que a ti; y sé que no puedo de ningún modo violar el misterio que te envuelve; en cambio, ignoro a qué tentaciones podré yo resistir y a cuáles no podré, estando solamente mi esperanza en que eres fiel y no permitirás que seamos tentados más de lo que podamos soportar, antes con la tentación das también el éxito, para que podamos resistir.

Confiese, pues, yo lo que sé de mí; confiese también lo que de mí ignoro; porque lo que sé de mí lo sé porque tú me iluminas, y lo que de mí ignoro no lo sabré hasta tanto que mis tinieblas se conviertan en mediodía ante tu presencia.

De los sermones de san León Magno, papa

(Sermón 1 en la Natividad del Señor, 2. 3: PL 54,191-192)

María, antes de concebir corporalmente, concibió en su espíritu

page724image54385984

Dios elige a una virgen de la descendencia real de David; y esta virgen, destinada a llevar en su seno el fruto de una sagrada fecundación, antes de concebir corporalmente a su prole, divina y humana a la vez, la concibió en su espíritu. Y, para que no se espantara, ignorando los designios divinos, al observar en su cuerpo unos cambios inesperados, conoce, por la conversación con el ángel, lo que el Espíritu Santo ha de operar en ella. Y la que ha de ser Madre de Dios confía en que su virginidad ha de permanecer sin detrimento. ¿Por qué había de dudar de este nuevo género de concepción, si se le promete que el Altísimo pondrá en juego su poder? Su fe y su confianza quedan, además, confirmadas cuando el ángel le da una prueba de la eficacia maravillosa de este poder divino, haciéndole saber que Isabel ha obtenido también una inesperada fecundidad: el que es capaz de hacer concebir a una mujer estéril puede hacer lo mismo con una mujer virgen.

Así, pues, el Verbo de Dios, que es Dios, el Hijo de Dios, que en el principio estaba junto a Dios, por medio del cual se hizo todo, y sin el cual no se hizo nada, se hace hombre para librar al hombre de la muerte eterna; se abaja hasta asumir nuestra pequeñez, sin menguar por ello su majestad, de tal modo que, permaneciendo lo que era y asumiendo lo que no era, une la auténtica condición de esclavo a su condición divina, por la que es igual al Padre; la unión que establece entre ambas naturalezas es tan admirable, que ni la gloria de la divinidad absorbe la humanidad, ni la humanidad disminuye en nada la divinidad.

Quedando, pues, a salvo el carácter propio de cada una de las naturalezas, y unidas ambas en una sola persona, la majestad asume la humildad, el poder la debilidad, la eternidad la mortalidad; y, para saldar la deuda contraída por nuestra condición pecadora, la naturaleza invulnerable se une a la naturaleza pasible, Dios verdadero y hombre verdadero se conjugan armoniosamente en la única persona del Señor; de este modo, tal como convenía para nuestro remedio, el único y mismo mediador entre Dios y los hombres pudo a la vez morir y resucitar, por la conjunción en él de esta doble condición. Con razón, pues, este nacimiento salvador había de dejar intacta la virginidad de la madre, ya que fue a la vez salvaguarda del pudor y alumbramiento de la verdad.

Tal era, amadísimos, la clase de nacimiento que convenía a Cristo, fuerza y sabiduría de Dios; con él se mostró igual a nosotros por su humanidad, superior a nosotros por su divinidad. Si no hubiera sido Dios verdadero, no hubiera podido remediar nuestra situación; si no hubiera sido hombre verdadero, no hubiera podido darnos ejemplo.

Por eso, al nacer el Señor, los ángeles cantan llenos de gozo: Gloria a Dios en el cielo, y proclaman: y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Ellos ven, en efecto, que la Jerusalén celestial se va edificando por medio de todas las naciones del orbe. ¿Cómo, pues, no habría de alegrarse la pequeñez humana ante esta obra inenarrable de la misericordia divina, cuando incluso los coros sublimes de los ángeles encontraban en ella un gozo tan intenso?