Martes
de la octava de Pascua
San Anastasio de Antioquía, Sermón 4,1-2
39
Después que Cristo se había mostrado, a través
de sus palabras y sus obras, como Dios verdadero y Señor del universo, decía a
sus discípulos, a punto ya de subir a Jerusalén: Mirad, estamos subiendo a
Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los gentiles y a los sumos
sacerdotes y a los escribas, para que lo azoten, se burlen de él y lo
crucifiquen. Esto que decía estaba de acuerdo con las predicciones de los
profetas, que habían anunciado de antemano el final que debía tener en
Jerusalén. Las sagradas Escrituras habían profetizado desde el principio la
muerte de Cristo y todo lo que sufriría antes de su muerte; como también lo que
había de suceder con su cuerpo, después de muerto; con ello predecían que este
Dios, al que tales cosas acontecieron, era impasible e inmortal; y no podríamos
tenerlo por Dios, si, al contemplar la realidad de su encarnación, no
descubriésemos en ella el motivo justo y verdadero para profesar nuestra fe en
ambos extremos; a saber, en su pasión y en su impasibilidad; como también el
motivo por el cual el Verbo de Dios, por lo demás impasible, quiso sufrir la
pasión: porque era el único modo como podía ser salvado el hombre. Cosas, todas
éstas, que sólo las conoce él y aquellos a quienes él se las revela; él, en
efecto, conoce todo lo que atañe al Padre, de la misma manera que el Espíritu
sondea la profundidad de los misterios divinos. El Mesías, pues, tenía que
padecer, y su pasión era totalmente necesaria, como él mismo lo afirmó cuando
calificó de hombres sin inteligencia y cortos de entendimiento a aquellos
discípulos que ignoraban que el Mesías tenía que padecer para entrar en su
gloria. Porque él, en verdad, vino para salvar a su pueblo, dejando aquella
gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo existiese; y esta salvación
es aquella perfección que había de obtenerse por medio de la pasión, y que
había de ser atribuida al guía de nuestra salvación, como nos enseña la carta a
los Hebreos, cuando dice que él es el guía de nuestra salvación, perfeccionado
y consagrado con sufrimientos. Y vemos, en cierto modo, cómo aquella gloria que
poseía como Unigénito, y a la que por nosotros había renunciado por un breve
tiempo, le es restituida a través de la cruz en la misma carne que había
asumido; dice, en efecto, san Juan, en su evangelio, al explicar en qué
consiste aquella agua que dijo el Salvador que manaría como un torrente de las
entrañas del que crea en él. Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de
recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque
Jesús no había sido glorificado; aquí el evangelista identifica la gloria con
la muerte en cruz. Por eso el Señor, en la oración que dirige al Padre antes de
la pasión, le pide que lo glorifique con aquella gloria que tenía junto a él,
antes que el mudo existiese.
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