sábado, 12 de septiembre de 2020

DOCTORES DE LA IGLESIA

 

San Atanasio Sermón sobre la encarnación del Verbo 10

 El Verbo de Dios, Hijo del mejor Padre, no abandonó la naturaleza humana corrompida. Con la oblación de su propio cuerpo, destruyó la muerte, castigo en que había incurrido el género humano. Trató de corregir su descuido, adoctrinándolo, y restauró todas las cosas humanas con su eficacia y poder. Estas afirmaciones de los teólogos hallan apoyo en el testimonio de los discípulos del Salvador, como se lee en sus escritos: Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos, nuestro Señor Jesucristo. Y en otro pasaje: Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos. Más adelante, la Escritura prueba que el único que debía hacerse hombre era el Verbo de Dios, cuando dice: Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación. Con estas palabras, da a entender que el único que debía librar al hombre de su corrupción era el Verbo de Dios, el mismo que lo había creado desde el principio. Prueba además que el Verbo mismo tomó un cuerpo precisamente con el fin de ofrendarse por los que tenían cuerpos semejantes.

COMENTARIO

Cómo es la lógica de la destrucción de la muerte en la muerte del cuerpo de Cristo? Es una tradición de la tradición, que se enarbola como argumento definitivo a favor de nuestra resurrección. Es un acto histórico, el de la muerte de Jesús, que se mira como la suma injusticia, porque se trata de una sentencia condenatoria que ejecuta un inocente. Al hacerlo esa muerte es indigna, clama al cielo y al Padre, en representación de toda muerte como injusta, y no hay una que no lo sea. Y en la Resurrección recibe una sentencia la muerte: falló porque la inocencia del justo ha sido revalidada. Desde un punto eminencial es una muerte sin muerte eterna, verdadera muerte, y su aguijón se ha roto.

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