San León Magno Sermón sobre las bienaventuranzas
95,1-2
Amadísimos hermanos: Al predicar nuestro
Señor Jesucristo el Evangelio del reino, y al curar por toda Galilea
enfermedades de toda especie, la fama de sus milagros se había extendido por
toda Siria, y, de toda la Judea, inmensas multitudes acudían al médico
celestial. Como a la flaqueza humana le cuesta creer lo que no ve y esperar lo
que ignora, hacía falta que la divina sabiduría les concediera gracias
corporales y realizara visibles milagros, para animarles y fortalecerles, a fin
de que, al palpar su poder bienhechor, pudieran reconocer que su doctrina era
salvadora. Queriendo, pues, el Señor convertir las curaciones externas en
remedios internos y llegar, después de sanar los cuerpos, a la curación de las
almas, apartándose de las turbas que lo rodeaban, y llevándose consigo a los
apóstoles, buscó la soledad de un monte próximo. Quería enseñarles lo más
sublime de su doctrina, y la mística cátedra y demás circunstancias que de
propósito escogió daban a entender que era el mismo que en otro tiempo se dignó
hablar a Moisés. Mostrando, entonces, más bien su terrible justicia; ahora, en
cambio, su bondadosa clemencia. Y así se cumplía lo prometido, según las
palabras de Jeremías: Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con
la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. Después de aquellos días
–oráculo del Señor– meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones.
Así, pues, el mismo que habló a Moisés fue el que habló a los apóstoles, y era
también la ágil mano del Verbo la que grababa en lo íntimo de los corazones de
sus discípulos los decretos del nuevo Testamento; sin que hubiera como en otro
tiempo densos nubarrones que lo ocultaran, ni terribles truenos y relámpagos
que aterrorizaran al pueblo, impidiéndole acercarse a la montaña, sino una
sencilla charla que llegaba tranquilamente a los oídos de los circunstantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario