San León Magno Sermón sobre las
bienaventuranzas 95,2-3
No puede dudarse de que los pobres consiguen
con más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres, en su
indigencia, se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los
ricos se habitúan fácilmente a la soberbia. Sin embargo, no faltan tampoco
ricos adornados de esta humildad y que de tal modo usan de sus riquezas que no
se ensoberbecen con ellas, sino que se sirven más bien de ellas para obras de
caridad, considerando que su mejor ganancia es emplear los bienes que poseen en
aliviar la miseria de sus prójimos. El don de esta pobreza se da, pues, en toda
clase de hombres y en todas las condiciones en las que el hombre puede vivir,
pues pueden ser iguales por el deseo incluso aquellos que por la fortuna son
desiguales, y poco importan las diferencias en los bienes terrenos si hay
igualdad en las riquezas del espíritu. Bienaventurada es, pues aquella pobreza
que no se siente cautivada por el amor de bienes terrenos ni pone su ambición
en acrecentar la riquezas de este mundo, sino que desea más bien los bienes del
cielo. Después del Señor, los apóstoles fueron los primeros que nos dieron
ejemplo de esta magnánima pobreza, pues, al oír la voz del divino Maestro,
dejando absolutamente todas las cosas, en un momento pasaron de pescadores de
peces a pescadores de hombres y lograron, además, que muchos otros, imitando su
fe, siguieran esta misma senda. En efecto, muchos de los primeros hijos de la
Iglesia, al convertirse a la fe, no teniendo más que un solo corazón y una sola
alma, dejaron sus bienes y posesiones y, abrazando la pobreza, se enriquecieron
con bienes eternos y encontraban su alegría en seguir las enseñanzas de los
apóstoles, no poseyendo nada en este mundo y teniéndolo todo en Cristo.
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