sábado, 9 de octubre de 2021

BEATO CARLO

 
Del primer Conmonitorio de san Vicente de Lerins, presbítero
(Cap. 23: PL 50, 667-668)

EL PROGRESO DEL DOGMA CRISTIANO

¿Es posible que se dé en la Iglesia un progreso en los conocimientos religiosos?
Ciertamente que es posible, y la realidad es que este progreso se da.
En efecto, ¿quién envidiaría tanto a los hombres y sería tan enemigo de Dios como para
impedir este progreso? Pero este progreso sólo puede darse con la condición de que se
trate de un auténtico progreso en el conocimiento de la fe, no de un cambio en la misma
fe. Lo propio del progreso es que la misma cosa que progresa crezca y aumente, mientras
lo característico del cambio es que la cosa que se muda se convierta en algo totalmente
distinto.
Es conveniente, por tanto, que, a través de todos los tiempos y de todas las edades,
crezca y progrese la inteligencia, la ciencia y la sabiduría de cada una de las personas y
del conjunto de los hombres, tanto por parte de la Iglesia entera, como por parte de cada
uno de sus miembros. Pero este crecimiento debe seguir su propia naturaleza, es decir,
debe estar de acuerdo con las líneas del dogma y debe seguir el dinamismo de una única
e idéntica doctrina.
Que el conocimiento religioso imite, pues, el modo como crecen los cuerpos, los cuales,
si bien con el correr de los años se van desarrollando, conservan, no obstante, su propia
naturaleza. Gran diferencia hay entre la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad,
pero, no obstante, los que van llegando ahora a la ancianidad son, en realidad, los mismos
que hace un tiempo eran adolescentes. La estatura y las costumbres del hombre pueden
cambiar, pero su naturaleza continúa idéntica y su persona es la misma.
Los miembros de un recién nacido son pequeños, los de un joven están ya
desarrollados; pero, con todo, uno y el otro tienen el mismo número de miembros. Los
niños tienen los mismos miembros que los adultos y si algún miembro del cuerpo no es
visible hasta la pubertad, este miembro, sin embargo, existe ya como un embrión en la

niñez, de tal forma que nada llega a ser realidad en el anciano que no se contenga como
en germen en el niño.
No hay, pues, duda alguna: la regla legítima de todo progreso y la norma recta de todo
crecimiento consiste en que, con el correr de los años, vayan manifestándose en los
adultos las diversas perfecciones de cada uno de aquellos miembros que la sabiduría del
Creador había ya preformado en el cuerpo del recién nacido.
Porque, si aconteciera que un ser humano tomara apariencias distintas a las de su
propia especie, sea porque adquiriera mayor número de miembros, sea porque perdiera
alguno de ellos, tendríamos que decir que todo el cuerpo perece o bien que se convierte
en un monstruo o, por lo menos, que ha sido gravemente deformado. Es también esto
mismo lo que acontece con los dogmas cristianos: las leyes de su progreso exigen que
éstos se consoliden a través de las edades, se desarrollen con el correr de los años y
crezcan con el paso del tiempo.
Nuestros mayores sembraron antiguamente, en el campo de la Iglesia, semillas de una
fe de trigo; sería ahora grandemente injusto e incongruente que nosotros, sus
descendientes, en lugar de la verdad del trigo, legáramos a nuestra posteridad el error de
la cizaña.
Al contrario, lo recto y, consecuente, para que no discrepen entre sí la raíz y sus frutos,
es que de las semillas de una doctrina de trigo recojamos el fruto de un dogma de trigo;
así, al contemplar cómo a través de los siglos aquellas primeras semillas han crecido y se
han desarrollado, podremos alegrarnos de cosechar el fruto de los primeros trabajos.


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