viernes, 25 de noviembre de 2022

PALABRA COMENTADA

 

Viernes 34 de tiempo ordinario



Año Par

Apocalipsis 20, 1-4. 11-21, 2

REFLEXIÓN

Los muertos fueron juzgados según sus obras, escritas en los libros

todos fueron juzgados según sus obras

El juicio de las obras es un tema sobresaliente en el Nuevo Testamento.

Las obras son las credenciales para la vida.

Las obras son solidarias: dar de comer, dar de beber, alojar, visitar…

Salmo responsorial: 83



REFLEXIÓN


Dichosos los que viven en tu casa

La mansión de la solidaridad es el nombre del dominio del Señor, donde todos se preocupan por todos, sin descanso y felices.

Lucas 21,29-33



REFLEXIÓN

cuando echan brotes, os basta verlos para saber que la primavera está cerca

Sólo para quienes no han perdido la habilidad de observar las señales, que  se ofrecen en todo el conjunto de la existencia.

cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios

Podríamos pensar que en vez de atisbar el cielo y la tierra por señales terribles, terroríficas y portentosas, que pueden llamar a temer por el fin del mundo como lo conocemos, las calamidades son un llamamiento a la solidaridad con las víctimas y damnificados.

Entonces vemos un reino de fraternidad servicial en funcionamiento.

De esta manera se puede entender que el Reino está a la mano en cualquier momento.

El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán

Si queremos experimentar la vigencia de la Palabra y la contundencia del Reino de los cielos, no tenemos más que abrir nuestras entrañas a la voz que clama por ayuda en la necesidad.

Las palabras de Jesús siempre resuenan para advertir en las señales, en las obras, el juicio, la cercanía del Reino.

Las señales del fin del mundo pueden perfectamente referirse al mundo decadente de la falta de solidaridad, fraternidad y sororidad.

https://twitter.com/motivaciondehoy/status/1596102953995489282?s=20&t=lF4s2mLP0RFkSCDWGCAOKg

BEATO CARLO


 
Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir, Sobre la muerte
(Cap. 18, 24. 26: CSEL 3, 308. 312-314)
 
RECHACEMOS EL TEMOR A LA MUERTE CON EL PENSAMIENTO DE LA INMORTALIDAD QUE LA SIGUE

 

Nunca debemos olvidar que nosotros no hemos de cumplir nuestra propia voluntad, sino la de Dios, tal como el Señor nos mandó pedir en nuestra oración cotidiana. ¡Qué contrasentido y qué desviación es no someterse inmediatamente al imperio de la voluntad del Señor, cuando él nos llama para salir de este mundo! Nos resistimos y luchamos, somos conducidos a la presencia del Señor como unos siervos rebeldes, con tristeza y aflicción, y partimos de este mundo forzados por una ley necesaria, no por la sumisión de nuestra voluntad; y pretendemos que nos honre con el premio celestial aquel a cuya presencia llegamos por la fuerza. ¿Para qué rogamos y pedimos que venga el reino de los cielos, si tanto nos deleita la cautividad terrena? ¿Por qué pedimos con tanta insistencia la pronta venida del día del reino, si nuestro deseo de servir en este mundo al diablo supera al deseo de reinar con Cristo?

 Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama? Juan, en su carta, nos exhorta con palabras bien elocuentes a que no amemos el mundo ni sigamos las apetencias de la carne: No améis al mundo -dice- ni lo que hay en el mundo. Quien ama al mundo no posee el amor del Padre, porque todo cuanto hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida. El mundo pasa y sus concupiscencias con él. Pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre. Procuremos más bien, hermanos muy queridos, con una mente íntegra, con una fe firme, con una virtud robusta, estar dispuestos a cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que ésta sea; rechacemos el temor a la muerte con el pensamiento de la inmortalidad que la sigue. Demostremos que somos lo que creemos.

 Debemos pensar y meditar, hermanos muy amados, que hemos renunciado al mundo y que mientras vivimos en él somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio, en que se nos restituirá al paraíso y al reino, después de habernos arrancado de las ataduras que en este mundo nos retienen. El que está lejos de su patria es natural que tenga prisa por volver a ella. Para nosotros, nuestra patria es el paraíso; allí nos espera un gran número de seres queridos, allí nos aguarda el numeroso grupo de nuestros padres, hermanos e hijos, seguros ya de su suerte, pero solícitos aún de la nuestra. Tanto para ellos como para nosotros significará una gran alegría el poder llegar a su presencia y abrazarlos; la felicidad plena y sin término la hallaremos en el reino celestial, donde no existirá ya el temor a la muerte, sino la vida sin fin.

 Allí está el coro celestial de los apóstoles, la multitud exultante de los profetas, la innumerable muchedumbre de los mártires, coronados por el glorioso certamen de su pasión; allí las vírgenes triunfantes, que con el vigor de su continencia dominaron la concupiscencia de su carne y de su cuerpo; allí los que han obtenido el premio de su misericordia, los que practicaron el bien, socorriendo a los necesitados con sus bienes, los que, obedeciendo el consejo del Señor, trasladaron su patrimonio terreno a los tesoros celestiales. Deseemos ávidamente, hermanos muy amados, la compañía de todos ellos. Que Dios vea estos nuestros pensamientos, que Cristo contemple este deseo de nuestra mente y de nuestra fe, ya que tanto mayor será el premio de su amor, cuanto mayor sea nuestro deseo de él.