Sábado, XXVII
semanaSan
Gregorio Magno Homilías sobre los evangelios 17,3.14
Escuchemos lo que dice el Señor a los predicadores que envía a sus campos: La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Por tanto, para una mies abundante son pocos los trabajadores; al escuchar esto, no podemos dejar de sentir una gran tristeza, porque hay que reconocer que, si bien hay personas que desean escuchar cosas buenas, faltan, en cambio, quienes se dediquen a anunciarlas. Mirad cómo el mundo está lleno de sacerdotes, y, sin embargo, es muy difícil encontrar un trabajador para la mies del Señor; porque hemos recibido el ministerio sacerdotal, pero no cumplimos con los deberes de este ministerio. Pensad, pues, amados hermanos, pensad bien en lo que dice el Evangelio: Rogad al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Rogad también por nosotros, para que nuestro trabajo en bien vuestro sea fructuoso y para que nuestra voz no deje nunca de exhortaros, no sea que, después de haber recibido el ministerio de la predicación, seamos acusados ante el justo Juez por nuestro silencio. Porque unas veces los predicadores no dejan oír su voz a causa de su propia maldad, otras, en cambio, son los súbditos quienes impiden que la palabra de los que presiden nuestras asambleas llegue al pueblo. Efectivamente, muchas veces es la propia maldad la que impide a los predicadores levantar su voz, como lo afirma el salmista: Dios dice al pecador: «¿Por qué recitas mis preceptos?» Otras veces, en cambio, son los súbditos quienes impiden que se oiga la voz de los predicadores, como dice el Señor a Ezequiel: Te pegaré la lengua al paladar, te quedarás mudo y no podrás ser su acusador, pues son casa rebelde. Como si claramente dijera: «No quiero que prediques, porque este pueblo, con sus obras, me irrita hasta tal punto que se ha hecho indigno de oír la exhortación para convertirse a la verdad.»
REFLEXIÓN
Un tiempo como el nuestro también es difícil, porque la cosecha parece abundante pero hay que trabajarla mucho entre mala hierba, y no todos son diligentes en trabajar. Un tiempo de gran sobrecarga por la propia culpa y poca inocencia, que paraliza en la predicación, por el sentimiento de propia indignidad. Se requiere mucha humildad y esfuerzo de conversión para seguir en el ministerio de la palabra, edificando lo más posible, buscando los canales de mejor comunicación, aceptando el señalamiento adolorido de los fieles y ex fieles, presentando la otra mejilla, sin afán de defendernos. Sabiendo que esta debilidad la transfigurará el Señor.