Santa Catalina de Siena Diálogo 4, 13
Dulce Señor mío, vuelve generosamente
tus ojos misericordiosos hacia este tu pueblo, al mismo tiempo que hacia el
cuerpo místico de tu Iglesia; porque será mucho mayor tu gloria si te apiadas
de la inmensa multitud de tus criaturas, que si sólo te compadeces de mí,
miserable, que tanto ofendí a tu Majestad. Y ¿cómo iba yo a poder consolarme,
viéndome disfrutar de la vida al mismo tiempo que tu pueblo se hallaba sumido
en la muerte, y contemplando en tu amable Esposa las tinieblas de los pecados,
provocadas precisamente por mis defectos y los de tus restantes criaturas?
Quiero, por tanto, y te pido como gracia singular, que la inestimable caridad
que te impulsó a crear al hombre a tu imagen y semejanza no se vuelva atrás
ante esto. ¿Qué cosa, o quién, te ruego, fue el motivo de que establecieras al
hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor
inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste
cautivar de amor por ella. Pero reconozco abiertamente que a causa de la culpa
del pecado perdió con toda justicia la dignidad en que la habías puesto. A
pesar de lo cual, impulsado por este mismo amor, y con el deseo de
reconciliarte de nuevo por gracia al género humano, nos entregaste la palabra
de tu Hijo unigénito.
REFLEXIÓN
No hay otra clave para
amarnos como nos mostramos: indignos y dignos, sino el Amor fontal, inicial y
gratuito, que configura su Misterio, el cual supera toda comprensión y
entendimiento. Como clavado en nuestro centro más profundo, tal Amor Absoluto
en sus criaturas contingentes, daría cierto sentido a esa tendencia
irreductible de la criatura al Absoluto, que no acaba de conocer y posiblemente
nunca acabará. Ahora en plazos de fe, luego en gozo que no termina.
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