viernes, 13 de octubre de 2023

BEATO CARLO


 
San Vicente de Lerins
Primer Conmonitorio 23

¿Es posible que se dé en la Iglesia un progreso en los conocimientos

religiosos? Ciertamente que es posible, y la realidad es que este progreso se da.

 En efecto, ¿quién envidiaría tanto a los hombres y sería tan enemigo

de Dios como para impedir este progreso? Pero este progreso sólo

puede darse con la condición de que se trate de un auténtico progreso

en el conocimiento la fe, no de un cambio en la misma fe. Lo propio del

progreso es que la misma cosa que progresa crezca y aumente, mientras

lo característico del cambio es que la cosa que se muda se convierta en

algo totalmente distinto.

Es conveniente, por tanto, que, a través de todos los tiempos y de

todas las edades, crezca y progrese la inteligencia, la ciencia y la

sabiduría de cada una de las personas y del conjunto de los hombres,

tanto por parte de la Iglesia entera, como por parte de cada uno de sus

miembros. Pero este crecimiento debe seguir su propia naturaleza; es

decir, debe estar de acuerdo con las líneas del dogma y debe seguir el

dinamismo de una única e idéntica doctrina.

 Que el conocimiento religioso imite, pues, el modo como crecen los

cuerpos, los cuales, si bien con el correr de años se van desarrollando,

conservan, no obstante, su propia naturaleza. Gran diferencia hay entre

la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad, pero, no obstante,

los que van llegando ahora a la ancianidad son, en realidad, los mismos

que hace un tiempo eran adolescentes. La estatura y las costumbres del

hombre pueden cambiar, pero su naturaleza continúa idéntica y su

persona es la misma.

 Los miembros de un recién nacido son pequeños, los de un joven

están ya desarrollados; pero, con todo, el uno y el otro tienen el mismo

número de miembros. Los niños tienen los mismos miembros que los

adultos y, si algún miembro del cuerpo no es visible hasta la pubertad,

este miembro, sin embargo, existe ya como un embrión en la niñez, de

tal forma que nada llega a ser realidad en el anciano que no se contenga

como en germen en el niño.

 No hay, pues, duda alguna: la regla legítima de todo progreso y la

norma recta de todo crecimiento consiste en que, con el correr de los

años, vayan manifestándose en los adultos las diversas perfecciones de

cada uno de aquellos miembros que la sabiduría del Creador había ya

preformado en el cuerpo del recién nacido.

 Porque, si aconteciera que un ser humano tomara apariencias distintas a las de su propia

 especie, sea porque adquiriera mayor número de

miembros, sea porque perdiera alguno de ellos, tendríamos que decir

que todo el cuerpo perece o bien que se convierte en un monstruo o,

por lo menos, que ha sido gravemente deformado. Es también esto

mismo lo que acontece con los dogmas cristianos: las leyes de su

progreso exigen que éstos se consoliden a través de las edades, se

desarrollen con el correr de los años y crezcan con el paso del tiempo.

 Nuestros mayores sembraron antiguamente, en el campo de la

Iglesia, semillas de una fe de trigo; sería ahora grandemente injusto e

incongruente que nosotros, sus descendientes, en lugar de la verdad del

trigo, legáramos a nuestra posteridad el error de la cizaña.

 Al contrario, lo recto y consecuente, para que no discrepen entre sí

la raíz y sus frutos, es que de las semillas de una doctrina de trigo

recojamos el fruto de un dogma de trigo; así, al contemplar cómo a través

de los siglos aquellas primeras semillas han crecido y se han desarrollado,

podremos alegrarnos de cosechar el fruto de los primeros trabajos.

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