Primer Conmonitorio 23
¿Es posible que se dé en la Iglesia un progreso en los conocimientos
religiosos? Ciertamente que es posible, y la realidad es que este progreso se da.
En efecto, ¿quién envidiaría tanto a los hombres y sería tan enemigo
de Dios como para impedir este progreso? Pero este progreso sólo
puede darse con la condición de que se trate de un auténtico progreso
en el conocimiento la fe, no de un cambio en la misma fe. Lo propio del
progreso es que la misma cosa que progresa crezca y aumente, mientras
lo característico del cambio es que la cosa que se muda se convierta en
algo totalmente distinto.
Es conveniente, por tanto, que, a través de todos los tiempos y de
todas las edades, crezca y progrese la inteligencia, la ciencia y la
sabiduría de cada una de las personas y del conjunto de los hombres,
tanto por parte de la Iglesia entera, como por parte de cada uno de sus
miembros. Pero este crecimiento debe seguir su propia naturaleza; es
decir, debe estar de acuerdo con las líneas del dogma y debe seguir el
dinamismo de una única e idéntica doctrina.
Que el conocimiento religioso imite, pues, el modo como crecen los
cuerpos, los cuales, si bien con el correr de años se van desarrollando,
conservan, no obstante, su propia naturaleza. Gran diferencia hay entre
la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad, pero, no obstante,
los que van llegando ahora a la ancianidad son, en realidad, los mismos
que hace un tiempo eran adolescentes. La estatura y las costumbres del
hombre pueden cambiar, pero su naturaleza continúa idéntica y su
persona es la misma.
Los miembros de un recién nacido son pequeños, los de un joven
están ya desarrollados; pero, con todo, el uno y el otro tienen el mismo
número de miembros. Los niños tienen los mismos miembros que los
adultos y, si algún miembro del cuerpo no es visible hasta la pubertad,
este miembro, sin embargo, existe ya como un embrión en la niñez, de
tal forma que nada llega a ser realidad en el anciano que no se contenga
como en germen en el niño.
No hay, pues, duda alguna: la regla legítima de todo progreso y la
norma recta de todo crecimiento consiste en que, con el correr de los
años, vayan manifestándose en los adultos las diversas perfecciones de
cada uno de aquellos miembros que la sabiduría del Creador había ya
preformado en el cuerpo del recién nacido.
Porque, si aconteciera que un ser humano tomara apariencias distintas a las de su propia
especie, sea porque adquiriera mayor número de
miembros, sea porque perdiera alguno de ellos, tendríamos que decir
que todo el cuerpo perece o bien que se convierte en un monstruo o,
por lo menos, que ha sido gravemente deformado. Es también esto
mismo lo que acontece con los dogmas cristianos: las leyes de su
progreso exigen que éstos se consoliden a través de las edades, se
desarrollen con el correr de los años y crezcan con el paso del tiempo.
Nuestros mayores sembraron antiguamente, en el campo de la
Iglesia, semillas de una fe de trigo; sería ahora grandemente injusto e
incongruente que nosotros, sus descendientes, en lugar de la verdad del
trigo, legáramos a nuestra posteridad el error de la cizaña.
Al contrario, lo recto y consecuente, para que no discrepen entre sí
la raíz y sus frutos, es que de las semillas de una doctrina de trigo
recojamos el fruto de un dogma de trigo; así, al contemplar cómo a través
de los siglos aquellas primeras semillas han crecido y se han desarrollado,
podremos alegrarnos de cosechar el fruto de los primeros trabajos.
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