BEATO CARLO
SI ME OLVIDO DE TI, JERUSALÉN
¡Qué deseables son tus moradas! Mi alma se consume y anhela llegar a los atrios del
Señor, es decir, desea llegar a la Jerusalén del cielo, la gran ciudad del Dios vivo.
El salmista nos muestra cuál sea la razón por la que desea llegar a los atrios del Señor:
"Lo deseo, Señor, Dios de los ejércitos celestiales, Rey mío y Dios mío, porque son
dichosos los que viven en tu casa, la Jerusalén celestial". Es como si dijera: ¿Quién no
anhelará llegar a tus atrios, siendo tú el mismo Dios, el Señor de los ejércitos, el Rey del
universo? ¿Quién no anhelará penetrar en tu tabernáculo si son dichosos los que viven en
tu casa?" Atrios y casa significan aquí lo mismo. Y cuando dice aquí dichosos ya se
sobreentiende que tienen tanta dicha cuanta el hombre es capaz de concebir. Por ello, son
dichosos los que habitan en sus atrios, porque alaban a Dios con un amor totalmente
definitivo, que durará por los siglos de los siglos, es decir, eternamente; y no podrían
alabar eternamente, sino fueran eternamente dichosos.
Esta dicha nadie puede alcanzarla por sus propias fuerzas, aunque posea ya la
esperanza, la fe y el amor; únicamente la logra el hombre dichoso que encuentra en ti su
fuerza, y con ella dispone su corazón para que llegue a esta suprema felicidad, que es lo
mismo que decir: únicamente alcanza esta suprema dicha aquel que, después de
ejercitarse en las diversas virtudes y buenas obras, recibe además el auxilio de la gracia
divina; pues por sí mismo nadie puede llegar a esta suprema felicidad, como lo afirma el
mismo Señor: Nadie ha subido al cielo -se entiende por sí mismo-, sino el Hijo del hombre
que está en el cielo.
Afirmo que dispone su corazón para subir hasta esta suprema felicidad, porque, de
hecho, el hombre se encuentra en un árido valle de lágrimas, es decir, en un mundo que,
en comparación con la vida eterna, que viene a ser como un monte repleto de alegría, es
un valle profundo donde abundan los sufrimientos y las tribulaciones.
Pero, como sea que el profeta declara dichoso al hombre que encuentra en ti su fuerza,
podría alguien preguntarse: "¿Concede Dios su ayuda para conseguir esto?" A ello
respondo: "Sin duda alguna, Dios concede a los santos este auxilio". En efecto, nuestro
legislador, Cristo, el mismo que nos dio la ley, nos ha dado y continuará dándonos sin
cesar sus bendiciones; con ellas nos irá elevando hacia la dicha suprema, y así subiremos,
de altura en altura, hasta que lleguemos a contemplar a Cristo, el Dios de los dioses; él
nos divinizará en la futura Jerusalén del cielo: por esto, allí podremos contemplar al Dios
de los dioses, es decir, a la Santa Trinidad en sus mismos santos; es decir, nuestra
inteligencia sabrá descubrir en nosotros mismos a aquel Dios a quien nadie en este mundo
pudo ver, y de esta forma Dios lo será todo en todos.
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