San
Agustín Salmo 140,4-6
Señor, te
he llamado, ven deprisa. Esto lo podemos decir todos. No lo digo yo sólo, lo
dice el Cristo total. Pero se refiere sobre todo a su cuerpo personal; ya que,
cuando se encontraba aquí, oró con su ser de carne, oró al Padre con su cuerpo,
y mientras oraba, las gotas de sangre destilaban de todo su cuerpo. Así está
escrito en el Evangelio: Jesús oraba con más insistencia, y sudaba como gotas
de sangre. ¿Qué quiere decir el flujo de sangre de todo su cuerpo, sino la
pasión de los mártires de toda la Iglesia? Señor, te he llamado, ven deprisa;
escucha mi voz cuando te llamo. Pensabas que ya estaba resuelta la cuestión de
la plegaria con decir: Te he llamado. Has llamado, pero no te quedes ya
tranquilo. Si se acaba la tribulación, se acaba la llamada; pero si en cambio
la tribulación de la Iglesia y del cuerpo de Cristo continúan hasta el fin de
los tiempos, no sólo has de decir: Te he llamado, ven deprisa, sino también:
escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como incienso en tu presencia,
el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde. Cualquier cristiano sabe que
esto suele referirse a la misma cabeza.
REFLEXIÓN
Ven de prisa, apresúrate. Respecto de cuál urgencia de tiempo? De la eternidad o de la temporalidad? De la cronológica o de la duración? Respecto de cuál sujeto sentiente: de Dios, su corte, o de nosotros su pueblo? Lo cierto es que siempre desde el Primer Testamento nos ha torturado la aceleración de la respuesta del Cielo a las necesidades del Mundo. Tanto que es un semillero de dudas y argumentos contra la existencia de la tal eternidad y del tal Dios. O contra la idoneidad del que espera, porque se duda de su mérito para ser respondido. Pero en Fe y Esperanza el Misterio Absoluto está por encima de los caminos que trazamos frente a los que Él provee.
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