San Ambrosio Comentario sobre los salmos
48,14-15
Cristo, que reconcilió el mundo con
Dios, personalmente no tuvo necesidad de reconciliación. Él, que no tuvo ni
sombra de pecado, no podía expiar pecados propios. Y así, cuando le pidieron
los judíos la didracma del tributo que, según la ley, se tenía que pagar por el
pecado, preguntó a Pedro: «¿Qué te parece, Simón? Los reyes del mundo, ¿a quién
le cobran impuestos y tasas, a sus hijos o a los extraños?» Contestó: «A los
extraños.» Jesús le dijo: «Entonces, los hijos están exentos. Sin embargo, para
no escandalizarlos, ve al lago, echa el anzuelo, coge el primer pez que pique,
ábrele la boca y encontrarás una moneda de plata. Cógela y págales por mí y por
ti». Dio a entender con esto que él no estaba obligado a pagar para expiar
pecados propios; porque no era esclavo del pecado, sino que, siendo como era
Hijo de Dios, estaba exento de toda culpa. Pues el Hijo libera, pero el esclavo
está sujeto al pecado. Por tanto, goza de perfecta libertad y no tiene por qué
dar ningún precio en rescate de sí mismo. En cambio, el precio de su sangre es
más que suficiente para satisfacer por los pecados de todo el mundo. El que
nada debe está en perfectas condiciones para satisfacer por los demás. Pero aún
hay más. No sólo Cristo no necesita rescate ni propiciación por el pecado, sino
que esto mismo lo podemos decir de cualquier hombre, en cuanto que ninguno de
ellos tiene que expiar por sí mismo, ya que Cristo es propiciación de todos los
pecados, y él mismo es el rescate de todos los hombres.
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