Del libro de san Gregorio de Nisa, obispo, sobre la conducta cristiana
(PG 46, 295-298)
COMBATE BIEN EL COMBATE DE LA FE
El que es de Cristo es una criatura nueva; lo antiguo ha pasado. Sabemos que se llama
nueva criatura a la inhabitación del Espíritu Santo en el corazón puro y sin mancha, libre
de toda culpa, de toda maldad y de todo pecado. Pues, cuando la voluntad detesta el
pecado y se entrega, según sus posibilidades, a la prosecución de las virtudes, viviendo la
misma vida del Espíritu, acoge en sí la gracia y queda totalmente renovada y restaurada.
Por ello, se dice: Quitad la levadura vieja para ser una masa nueva; y también aquello
otro: Celebremos la Pascua, no con levadura vieja sino con los panes ázimos de la
sinceridad y la verdad. Todo esto concuerda muy bien con lo que hemos dicho más arriba
sobre la nueva criatura.
Ahora bien, el enemigo de nuestra alma tiende muchas trampas ante nuestros pasos, y
la naturaleza humana es, de por sí, demasiado débil para conseguir la victoria sobre este
enemigo. Por ello, el Apóstol quiere que nos revistamos con armas celestiales: Abrochaos
el cinturón de la verdad, por coraza poneos la justicia —dice—, bien calzados para estar
dispuestos a anunciar el Evangelio de la paz. ¿Te das cuenta de cuántos son los
instrumentos de salvación indicados por el Apóstol? Todos ellos nos ayudan a caminar por
una única senda y nos conducen a una sola meta. Con ellos se avanza fácilmente por
aquel camino de vida que lleva al perfecto cumplimiento de los preceptos divinos. El
mismo Apóstol dice también en otro lugar: Corramos en la carrera que nos toca, sin
retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús.
Por ello, es necesario que quien desprecia las grandezas de este mundo y renuncia a su
gloria vana renuncie también a su propia vida. Renunciar a la propia vida significa no
buscar nunca la propia voluntad, sino la voluntad de Dios y hacer del querer divino la
norma única de la propia conducta; significa también renunciar al deseo de poseer
cualquier cosa que no sea necesaria o común. Quien así obra se encontrará más libre y
dispuesto para hacer lo que le manden los superiores, realizándolo prontamente con
alegría y con esperanza, como corresponde a un servidor de Cristo, redimido para el bien
de sus hermanos. Esto es precisamente lo que desea también el Señor, cuando dice: El
que quiera ser grande y primero entre vosotros, que sea el último y esclavo de todos.
Esta servicialidad hacia los hombres debe ser ciertamente gratuita, y el que se consagra
a ella debe sentirse sometido a todos y servir a los hermanos como si fuera deudor de
cada uno de ellos. En efecto, es conveniente que quienes están al frente de sus hermanos
se esfuercen más que los demás en trabajar por el bien ajeno, se muestren más sumisos
que los súbditos y, a la manera de un siervo, gasten su vida en bien de los demás,
pensando que los hermanos son en realidad como un tesoro que pertenece a Dios y que
Dios ha colocado bajo su cuidado.
Por ello, los superiores deben cuidar de los hermanos como si se tratara de unos tiernos
niños a quienes los propios padres han puesto en manos de unos educadores. Si de esta
manera vivís, llenos de afecto los unos para con los otros, si los súbditos cumplís con
alegría los decretos y mandatos, y los maestros os entregáis con interés al
perfeccionamiento de los hermanos, si procuráis teneros mutuamente el debido respeto,
vuestra vida, ya en este mundo, será semejante a la de los ángeles en el cielo.
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