San Ambrosio Carta 35,4-6
Dice el Apóstol que el que, por el
espíritu, hace morir las malas pasiones del cuerpo vivirá. Y ello nada tiene de
extraño, ya que el que posee el Espíritu de Dios se convierte en hijo de Dios.
Y hasta tal punto es hijo de Dios, que no recibe ya espíritu de esclavitud,
sino espíritu de adopción filial, al extremo de que el Espíritu Santo se une a
nuestro espíritu para testificar que somos hijos de Dios. Este testimonio del
Espíritu Santo consiste en que el mismo clama en nuestros corazones: «¡Abba!»
(Padre), como leemos en la carta a los Gálatas. Pero existe otro importante
testimonio de que somos hijos de Dios: el hecho de que somos herederos de Dios
y coherederos con Cristo; es coheredero con Cristo el que es glorificado
juntamente con él, y es glorificado juntamente con él aquel que, padeciendo por
él, realmente padece con él. Y, para animarnos a este padecimiento, añade que todos
nuestros padecimientos son inferiores y desproporcionados a la magnitud de los
bienes futuros, que se nos darán como premio de nuestras fatigas, premio que se
ha de revelar en nosotros cuando, restaurados plenamente la imagen de Dios,
podremos contemplar su gloria cara a cara. Y, para encarecer la magnitud de
esta revelación futura, añade que la misma creación entera está en expectación
de esa manifestación gloriosa de los hijos de Dios, ya que las criaturas todas
están ahora sometidas al desorden, a pesar suyo, pero conservando la esperanza,
ya que esperan de Cristo la gracia de su ayuda para quedar ellas a su vez
libres de la esclavitud de la corrupción, para tomar parte en la libertad que
con la gloria han de recibir los hijos de Dios; de este modo, cuando se ponga
de manifiesto la gloria de los hijos de Dios, será una misma realidad la
libertad de las criaturas y la de los hijos de Dios. Mas ahora, mientras esta
manifestación no es todavía un hecho, la creación entera gime en la expectación
de la gloria de nuestra adopción y redención, y sus gemidos son como dolores de
parto, que van engendrando ya aquel espíritu de salvación, por su deseo de
verse libre de la esclavitud del desorden. Está claro que los que gimen
anhelando la adopción filial lo hacen porque poseen las primicias del Espíritu;
y esta adopción filial consiste en la redención del cuerpo entero, cuando el
que posee las primicias del Espíritu, como hijo adoptivo de Dios, verá cara a
cara el bien divino y eterno; porque ahora la Iglesia del Señor posee ya la
adopción filial, puesto que el Espíritu clama: «¡Abba!» (Padre), como dice la
carta a los Gálatas. Pero esta adopción será perfecta cuando resucitarán,
dotados de incorrupción, de honor y de gloria, todos aquellos que hayan
merecido contemplar la faz de Dios; entonces la condición humana habrá
alcanzado la redención en su sentido pleno. Por esto, el Apóstol afirma, lleno
de confianza, que en esperanza fuimos salvados. La esperanza, en efecto, es
causa de salvación, como lo es también la fe, de la cual se dice en el
evangelio: Tu fe te ha salvado.
REFLEXIÓN
Padecer por Cristo es padecer con Cristo. Si Jesús padeció en solitario, abrumado por tamaña opresión, nuestro padecer es en conjunto con Jesús, en compañía de Jesús. Este padecer, que expresa anhelos profundos del Espíritu, en labor de parto, en nosotros, aviva su resistencia y firmeza en la esperanza, y en esa gestión se manifiesta salvando. Más aún salvando y comunicando, porque el padecimiento salvífico crea la compañía para otros, como ha recibido la de Jesús. La secuencia de la Salvación es iniciada por el clamor del Espíritu en nosotros: Abba, Padre, que nos da conciencia de hijos adoptivos. Se hace vida en los padecimientos soportados con Esperanza, que brota de las primicias del Espíritu del Resucitado. A esta esperanza se unen los gemidos de la Creación oprimida por nuestra vanidad. En esas primicias esta revelándose parcialmente lo que seremos : viendo a Dios tal como es, redimidos plenamente.
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