jueves, 14 de noviembre de 2024

SAN CARLO DE JESÚS ACUTIS DE ASIS

DOCTORES DE LA IGLESIA



De los sermones de San Juan Crisóstomo, obispo
(Sermón 2, 4-5 sobre la consolación de la muerte : PG 56, 301-302)
Cristo atestigua la resurrección futura, y, con él, los apóstoles, los mártires y
la madre de los Macabeos


Comprueba solamente esto: si Cristo ha prometido la resurrección; y cuando

bajo el peso de una nube de testimonios hayas comprobado la existencia de una

tal promesa, más aún, cuando tengas en tu poder la certísima garantía del

mismo Cristo, el Señor, confirmado en la fe, deja ya de temer la muerte. Pues

quien todavía teme, es que no cree; y el que no cree contrae un pecado

incurable, ya que, con su incredulidad, se atreve a inculpar a Dios o de

impotencia o de mentira.

No es ésta la opinión de los bienaventurados apóstoles, no es ésta la manera

de pensar de los santos mártires. Los apóstoles, en virtud de esta predicación de

la resurrección, predican que Cristo ha resucitado y anuncian que, en él, los

muertos resucitarán, no rehusando ni la muerte, ni los tormentos, ni las cruces.

Por tanto, si todo asunto queda confirmado por boca de dos o tres testigos,

¿cómo puede ponerse en duda la resurrección de los muertos, avalada por

tantos y tan cualificados testigos, que apoyan su testimonio con el

derramamiento de su sangre?

Y los santos mártires, ¿qué? ¿Tuvieron o no tuvieron una esperanza firme en

la resurrección? Si no la hubieran tenido, ciertamente no habrían acogido como

la máxima ganancia una muerte envuelta en tantas torturas y sufrimientos: no

pensaban en los suplicios presentes, sino en los premios futuros. Conocían el

dicho: Lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno.

Escuchad, hermanos, un ejemplo de fortaleza. Una madre exhortaba a sus

siete hijos: no lloraba, se alegraba más bien. Veía a sus hijos lacerados por las

uñas, mutilados por el hierro, fritos en la sartén. Y no derramaba lágrimas, no

prorrumpía en lamentos, sino que con solicitud materna exhortaba a sus hijos a

399mantenerse firmes. Aquella madre no era ciertamente cruel, sino fiel: amaba a sus hijos, pero no delicada, sino virilmente. Exhortaba a sus hijos a la pasión,

pasión que ella misma aceptó gozosa. Estaba segura de su resurrección y de la

de sus hijos.

¿Qué diré de tantos hombres, mujeres, jóvenes y doncellas? ¡Cómo jugaron

con la muerte! ¡Con qué enorme rapidez pasaron a engrosar la milicia celeste! Y

eso que, de haber querido, podían haber seguido viviendo, puesto que les

pusieron en la alternativa: vivir, negando a Cristo, o morir, confesando a Cristo.

Pero prefirieron despreciar esta vida temporal y aceptar la eterna, ser excluidos

de la tierra para convertirse en ciudadanos del cielo.

Después de esto, hermanos, ¿existe algún lugar para la duda? ¿Dónde puede

albergarse todavía el miedo a la muerte? Si somos hijos de los mártires, si

queremos ser un día compañeros suyos, no nos contriste la muerte, no lloremos a nuestros seres queridos que nos precedieron en el Señor. Si, no obstante, nos

empeñásemos en llorar, serán los mismos santos mártires los que se burlarán de nosotros y nos dirán: ¡Oh fieles! ¡Oh vosotros que ansiáis el reino de Dios! ¡Oh vosotros los que, angustiados, lloráis y os lamentáis por vuestros seres queridos que han muerto delicadamente en sus lechos y sobre colchón de plumas! ¿Qué hubierais hecho de haberlos visto torturar y asesinar por los paganos a causa del nombre del Señor?


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