Sábado Santo
Hoy
sábado santo, acompañamos en el Espíritu a María la madre solitaria, a quien su
hijo Jesús le fue arrebatado y ajusticiado.
Por lo
que sea, pues hay tantas teorías que vienen de lados interesados. Entre ellos
el judaísmo.
Su
ajusticiamiento se planta como un misterio acusador a la humanidad: capacidad
de ajusticiar inocentes.
Somos
capaces de lo peor con nuestras propia especie. Se palpa cada segundo en
cualquier parte de esta tierra que habitamos y depredamos.
Si este
signo no existiese estaríamos en completas tinieblas de violencia entorpecida
por la sangre que derrama.
Porque
donde ella es la que domina la carne humana deja de ser individuo para
convertirse en bulto, que ni siquiera se sepulta para que no contamine.
Y los
espectadores de la brutalidad, por mano humana, directa o indirecta, nos vamos
deslizando en la desesperanza, impotencia, y pérdida de lo que en algún momento
llamamos dignidad de la persona humana.
Luego
convenía que uno inocente muriera por todos, con capacidad de elevar su muerte
a paradigma que mueve a emprender un itinerario alternativo al de la muerte sin
sentido.
El poder
del Espíritu del Padre hará que la muerte del Hijo encarnado se levante como la
serpiente de bronce para curarnos de nuestra mordida de serpiente insidiosa.
Nos conviene el crucificado para curarnos para siempre.
En el
silencio del sábado santo instituído por la Iglesia para acompañar a Jesús
yacente y dormido, nos preparamos para la novedad del Señor que interviene por
la Resurrección de su Hijo e inicia una nueva creación.
Este
anhelo profundamente sentido de una novedad auténtica que supere nuestra vejez,
muerte y corrupción de todo, personal y social y de naturaleza, ha sido
respondida y satisfecha en la Resurrección de Jesús de Nazareth.
Nuestra
participación de ella depende de la fe que nos mueve y su desarrollo.
Ahora la
Palabra está en nosotros, la tenemos nosotros, es nuestro turno. La chispa de
la novedad, por nosotros debe propagarse en un fuego universal, para inflamarlo
todo y que arda sin consumirse como la zarza de Yavé.
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