Viernes, XVI semana
San Agustín
Confesiones 10,32,68-70
Señor, el verdadero mediador que por tu
secreta misericordia revelaste a los humildes, y lo enviaste para que con su
ejemplo aprendiesen la misma humildad, ese mediador entre Dios y los hombres,
el hombre Cristo Jesús, apareció en una condición que lo situaba entre los
pecadores mortales y el Justo inmortal: pues era mortal en cuanto hombre, y era
justo en cuanto Dios. Y así, puesto que la justicia origina la vida y la paz,
por medio de esa justicia que le es propia en cuanto que es Dios destruyó la
muerte de los impíos al justificarlos, esa muerte que se dignó tener en común
con ellos. ¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hija
único, sino que lo entregaste por nosotros, que éramos impíos! ¡Cómo nos amaste
a nosotros, por quienes tu Hijo no hizo alarde de ser igual a ti, al contrario,
se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz! Siendo como era el único libre
entre los muertos, tuvo poder para entregar su vida y tuvo poder para
recuperarla. Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor,
precisamente por ser víctima; por nosotros se hizo ante ti sacerdote y
sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu
Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en
hijos. Con razón tengo puesta en él la firme esperanza de que sanarás todas mis
dolencias por medio de él, que está sentado a tu diestra y que intercede por
nosotros; de otro modo desesperaría.
REFLEXIÓN
Son muchos los callejones
sin salida que se nos presentan en la existencia, y en los que la tentación es
la desesperación. Ella no llegaría a ocupar un lugar de interés permanente si
impetramos y activamos en nosotros una firme esperanza, de que sanará todas
nuestras dolencias, no importa cuán recónditas o desahuciadas sean.
Porque muchas y grandes son mis
dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande es tu medicina. De no
haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido
juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros. Aterrado
por mis pecados y por el peso enorme de mis miserias, había meditado en mi
corazón y decidido huir a la soledad; mas tú me lo prohibiste y me
tranquilizaste, diciendo: Cristo murió por todos, para que los que viven ya no
vivan para sí, sino para el que murió por ellos.
REFLEXIÓN
Ante la llamada incisiva de
la desesperación en una coyuntura cualquiera, habría que levantar la vista al
recordatorio , a la memoria, de quien murió por todos, y así abrirse
humildemente a la posibilidad de la salida victoriosa, por quien venció la
muerte por la vida para siempre.
He
aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda
contemplar las maravillas de tu voluntad. Tú conoces mi ignorancia y mi
flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, en quien están encerrados todos los
tesoros del saber y del conocer, me redimió con su sangre. No me opriman los
insolentes; que yo tengo en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo
distribuyo y, aunque pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que
comen de él y son saciados por él. Y alabarán al Señor los que le buscan.
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