lunes, 18 de noviembre de 2024

DOCTORES DE LA IGLESIA




 

 

De los sermones de San Gregorio de Nacianzo
(Sermón 7, 23-24, en honor de su hermano Cesáreo : PG 35, 786-787)
Santa y piadosa es la idea de rezar por los muertos


¿Qué es el hombre para que te ocupes de él? Un gran misterio me envuelve y

me penetra. Pequeño soy y, al mismo tiempo, grande, exiguo y sublime, mortal e

inmortal, terreno y celeste. Con Cristo soy sepultado, y con Cristo debo

resucitar; estoy llamado a ser coheredero de Cristo e hijo de Dios; llegaré

incluso a ser Dios mismo.

Esto es lo que significa nuestro gran misterio; esto lo que Dios nos ha

concedido, y, para que nosotros lo alcancemos, quiso hacerse hombre; quiso ser

pobre, para levantar así la carne postrada y dar la incolumidad al hombre que él

417mismo había creado a su imagen; así todos nosotros llegamos a ser uno en

Cristo, pues él ha querido que todos nosotros lleguemos a ser aquello mismo

que él es con toda perfección; así entre nosotros ya no hay distinción entre

hombres y mujeres, bárbaros y escitas, esclavos y libres, es decir, no queda ya

ningún residuo ni discriminación de la carne, sino que brilla sólo en nosotros la

imagen de Dios, por quien y para quien hemos sido creados y a cuya semejanza

estamos plasmados y hechos, para que nos reconozcamos siempre como

hechura suya.

¡Ojalá alcancemos un día aquello que esperamos de la gran munificencia y

benignidad de nuestro Dios! El pide cosas insignificantes y promete, en cambio,

grandes dones, tanto en este mundo como en el futuro, a quienes lo aman

sinceramente. Sufrámoslo, pues, todo por él y aguantémoslo todo esperando en

él; démosle gracias por todo (él sabe ciertamente que, con frecuencia, nuestros

sufrimientos son un instrumento de salvación); encomendémosle nuestras vidas y las de aquellos que, habiendo vivido en otro tiempo con nosotros, nos han precedido ya en la morada eterna.

¡Señor y hacedor de todo, y especialmente del ser humano! ¡Dios, Padre y

guía de los hombres que creaste! ¡Arbitro de la vida y de la muerte! ¡Guardián y

bienhechor de nuestras almas! ¡Tú que lo realizas todo en su momento oportuno y, por tu verbo, vas llevando a su fin todas las cosas según la sublimidad de aquella sabiduría tuya que todo lo sabe y todo lo penetra! Te pedimos que recibas ahora en tu reino a Cesáreo, que como primicia de nuestra comunidad ha ido ya hacia ti.

Dígnate también, Señor, velar por nuestra vida, mientras moramos en este

mundo, y, cuando nos llegue el momento de dejarlo, haz que lleguemos a ti

preparados por el temor que tuvimos de ofenderte, aunque no ciertamente

poseídos de terror. No permitas, Señor, que en la hora de nuestra muerte,

desesperados y sin acordarnos de ti, nos sintamos como arrancados y expulsados de este mundo, como suele acontecer con los hombres que viven entregados a los placeres de esta vida, sino que, por el contrario, alegres y bien dispuestos, lleguemos a la vida eterna y feliz, en Cristo Jesús, Señor nuestro, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.


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