DOCTORES DE LA IGLESIA
MIÉRCOLES, XXXIII SEMANA
Del tratado de San Ambrosio de Milán, obispo, sobre el bien de la muerte
(Caps 3, 9; 4, 15: CSEL 32, 710.716-717)
En toda ocasión, llevemos en el cuerpo la muerte de Jesús
Dice el Apóstol: El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.
Existe, pues, en esta vida una muerte que es buena; por ello se nos exhorta a que
en toda ocasión y por todas partes, llevemos en el cuerpo la muerte de Jesús,
para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.
Que la muerte vaya, pues, actuando en nosotros, para que también se
manifieste en nosotros la vida, es decir, para que obtengamos aquella vida
buena que sigue a la muerte, vida dichosa después de la victoria, vida feliz,
terminado el combate, vida sin la que la ley de la carne no se opone ya a la ley
423del espíritu, vida, finalmente, en la que ya no es necesario luchar contra el
cuerpo mortal, porque el mismo cuerpo mortal ha alcanzado ya la victoria.
Yo mismo no sabría decir si la grandeza de esta muerte es mayor incluso que
la misma vida. Pues me hace dudar la autoridad del Apóstol que afirma: Así, la
muerte está actuando en nosotros, y la vida en vosotros. En efecto, ¡cuántos
pueblos no fueron engendrados a la vida por la muerte de uno solo! Por ello,
enseña el Apóstol que los que viven en esta vida deben apetecer que la muerte
feliz de Cristo brille en sus propios cuerpos y deshaga nuestra condición física
para que nuestro hombre interior se renueve y, si se destruye este nuestro
tabernáculo terreno, tenga lugar la edificación de una casa eterna en el cielo.
Imita, pues, la muerte del Señor quien se aparta de la vida según la carne y
aleja de sí aquellas injusticias de las que el Señor dice por Isaías: Abre las
prisiones injustas, haz saltar los cerrojos de los cepos, deja libres a los
oprimidos, rompe todos los cepos.
El Señor, pues, quiso morir y penetrar en el reino de la muerte para destruir
con ello toda culpa; pero, a fin de que la naturaleza humana no acabara
nuevamente en la muerte, se nos dio la resurrección de los muertos: así, por la
muerte, fue destruida la culpa y, por la resurrección, la naturaleza humana
recobró la inmortalidad.
La muerte de Cristo es, pues, como la transformación del universo. Es
necesario, por tanto, que también tú te vayas transformando sin cesar: debes
pasar de la corrupción a la incorrupción, de la muerte a la vida, de la mortalidad
a la inmortalidad, de la turbación a la paz. No te perturbe, pues, el oír el nombre
de muerte, antes bien, deléitate en los dones que te aporta este tránsito feliz.
¿Qué significa en realidad para ti la muerte sino la sepultura de los vicios y la
resurrección de las virtudes? Por eso, dice la Escritura: Que mi muerte sea la de
los justos, es decir, sea yo sepultado como ellos, para que desaparezcan mis
culpas y sea revestido de la santidad de los justos, es decir, de aquellos que
llevan en su cuerpo y en su alma la muerte de Cristo.
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