miércoles, 20 de noviembre de 2024

DOCTORES DE LA IGLESIA

DOCTORES DE LA IGLESIA

 


MIÉRCOLES, XXXIII SEMANA

Del tratado de San Ambrosio de Milán, obispo, sobre el bien de la muerte
(Caps 3, 9; 4, 15: CSEL 32, 710.716-717)
En toda ocasión, llevemos en el cuerpo la muerte de Jesús


Dice el Apóstol: El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.

Existe, pues, en esta vida una muerte que es buena; por ello se nos exhorta a que

en toda ocasión y por todas partes, llevemos en el cuerpo la muerte de Jesús,

para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.

Que la muerte vaya, pues, actuando en nosotros, para que también se

manifieste en nosotros la vida, es decir, para que obtengamos aquella vida

buena que sigue a la muerte, vida dichosa después de la victoria, vida feliz,

terminado el combate, vida sin la que la ley de la carne no se opone ya a la ley

423del espíritu, vida, finalmente, en la que ya no es necesario luchar contra el

cuerpo mortal, porque el mismo cuerpo mortal ha alcanzado ya la victoria.

Yo mismo no sabría decir si la grandeza de esta muerte es mayor incluso que

la misma vida. Pues me hace dudar la autoridad del Apóstol que afirma: Así, la

muerte está actuando en nosotros, y la vida en vosotros. En efecto, ¡cuántos

pueblos no fueron engendrados a la vida por la muerte de uno solo! Por ello,

enseña el Apóstol que los que viven en esta vida deben apetecer que la muerte

feliz de Cristo brille en sus propios cuerpos y deshaga nuestra condición física

para que nuestro hombre interior se renueve y, si se destruye este nuestro

tabernáculo terreno, tenga lugar la edificación de una casa eterna en el cielo.

Imita, pues, la muerte del Señor quien se aparta de la vida según la carne y

aleja de sí aquellas injusticias de las que el Señor dice por Isaías: Abre las

prisiones injustas, haz saltar los cerrojos de los cepos, deja libres a los

oprimidos, rompe todos los cepos.

El Señor, pues, quiso morir y penetrar en el reino de la muerte para destruir

con ello toda culpa; pero, a fin de que la naturaleza humana no acabara

nuevamente en la muerte, se nos dio la resurrección de los muertos: así, por la

muerte, fue destruida la culpa y, por la resurrección, la naturaleza humana

recobró la inmortalidad.

La muerte de Cristo es, pues, como la transformación del universo. Es

necesario, por tanto, que también tú te vayas transformando sin cesar: debes

pasar de la corrupción a la incorrupción, de la muerte a la vida, de la mortalidad

a la inmortalidad, de la turbación a la paz. No te perturbe, pues, el oír el nombre

de muerte, antes bien, deléitate en los dones que te aporta este tránsito feliz.

¿Qué significa en realidad para ti la muerte sino la sepultura de los vicios y la

resurrección de las virtudes? Por eso, dice la Escritura: Que mi muerte sea la de

los justos, es decir, sea yo sepultado como ellos, para que desaparezcan mis

culpas y sea revestido de la santidad de los justos, es decir, de aquellos que

llevan en su cuerpo y en su alma la muerte de Cristo.


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