SÁBADO, XXXIII SEMANA
De la homilía de un autor del siglo II
(Caps 8, 1-9,11: Funk 1, 152-156)
El arrepentimiento de un corazón sincero
Hagamos penitencia mientras vivimos en este mundo. Somos, en efecto,
como el barro en manos del artífice. De la misma manera que el alfarero puede
componer de nuevo la vasija que está modelando, si le queda deforme o se le
rompe, cuando todavía está en sus manos, pero, en cambio, le resulta imposible
modificar su forma cuando la ha puesto ya en el horno, así también nosotros,
mientras estamos en este mundo, tenemos tiempo de hacer penitencia y
debemos arrepentirnos con todo nuestro corazón de los pecados que hemos
cometido mientras vivimos en nuestra carne mortal, a fin de ser salvados por el
Señor. Una vez que hayamos salido de este mundo, en la eternidad, ya no
podremos confesar nuestras faltas ni hacer penitencia.
Por ello, hermanos, cumplamos la voluntad del Padre, guardemos casto
nuestro cuerpo, observemos los mandamientos de Dios, y así alcanzaremos la
vida eterna. Dice, en efecto, el Señor en el Evangelio: Si no fuisteis de fiar en lo
menudo, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Porque os aseguro que el que
es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar. Esto es lo mismo
que decir: «Guardad puro vuestro cuerpo e incontaminado el sello de vuestro
bautismo, para que seáis dignos de la vida eterna».
Que ninguno de vosotros diga que nuestra carne no será juzgada ni
resucitará; reconoced, por el contrario, que ha sido por medio de esta carne en
la que vivís por la que habéis sido salvados y habéis recibido la visión. Por ello,
debemos mirar nuestro cuerpo como si se tratara de un templo de Dios. Pues, de la misma manera que habéis sido llamados en esta carne, también en esta carne saldréis al encuentro del que os llamó. Si Cristo, el Señor, el que nos ha salvado,siendo como era espíritu, quiso hacerse carne para podernos llamar, también nosotros, por medio de nuestra carne, recibiremos la recompensa.
Amémonos, pues, mutuamente, a fin de que podamos llegar todos al reino de
Dios. Mientras tenemos tiempo de recobrar la salud, pongámonos en manos de
Dios, para que él, como nuestro médico, nos sane; y demos los honorarios
debidos a este nuestro médico. ¿Qué honorarios? El arrepentimiento de un
corazón sincero. Porque él conoce de antemano todas las cosas y penetra en el
secreto de nuestro corazón. Tributémosle, pues, nuestras alabanzas no
solamente con nuestros labios, sino también con todo nuestro corazón, a fin de
que nos acoja como hijos. Pues el Señor dijo: Mis hermanos son los que
cumplen la voluntad de mi Padre.
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