Domingo, XIX semana
Santa Catalina de Siena Diálogo 4, 13
Dulce Señor mío, vuelve generosamente
tus ojos misericordiosos hacia este tu pueblo, al mismo tiempo que hacia el
cuerpo místico de tu Iglesia; porque será mucho mayor tu gloria si te apiadas
de la inmensa multitud de tus criaturas, que si sólo te compadeces de mí,
miserable, que tanto ofendí a tu Majestad. Y ¿cómo iba yo a poder consolarme,
viéndome disfrutar de la vida al mismo tiempo que tu pueblo se hallaba sumido
en la muerte, y contemplando en tu amable Esposa las tinieblas de los pecados,
provocadas precisamente por mis defectos y los de tus restantes criaturas?
Quiero, por tanto, y te pido como gracia singular, que la inestimable caridad
que te impulsó a crear al hombre a tu imagen y semejanza no se vuelva atrás
ante esto. ¿Qué cosa, o quién, te ruego, fue el motivo de que establecieras al
hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor
inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste
cautivar de amor por ella. Pero reconozco abiertamente que a causa de la culpa
del pecado perdió con toda justicia la dignidad en que la habías puesto. A
pesar de lo cual, impulsado por este mismo amor, y con el deseo de
reconciliarte de nuevo por gracia al género humano, nos entregaste la palabra
de tu Hijo unigénito.
REFLEXIÓN
No hay otra clave para
amarnos como nos mostramos: indignos y dignos, sino el Amor fontal, inicial y
gratuito, que configura su Misterio, el cual supera toda comprensión y
entendimiento. Como clavado en nuestro centro más profundo, tal Amor Absoluto
en sus criaturas contingentes, daría cierto sentido a esa tendencia
irreductible de la criatura al Absoluto, que no acaba de conocer y posiblemente
nunca acabará. Ahora en plazos de fe, luego en gozo que no termina.
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